Conste que no soy yo quien ha comenzado a comparar a Oriol Junqueras con Nelson Mandela, el hombre que acabó con el ‘apartheid’ sudafricano y estableció una política de conciliación en aquel gran país. Aquí y ahora, ‘conciliación’, ‘reencuentro’ y ‘concordia’ son palabras que se repiten mucho para escenificar el deseo de cerrar la brecha entre el independentismo catalán y ese constitucionalismo más puro y democrático al que aspira el resto del país.
Y claro que nada tiene que ver el ‘procés’ con el racismo -bueno, si se excluyen algunos exabruptos pasados del actual vicepresident de la Generalitat-, ni Junqueras con Mandela, pero eso no invalida el hecho de que en el Consejo de Europa algunos, comenzando, claro, por el letón más conocido ahora en España, ensayen una equiparación.
Más desatino histórico, al fin y al cabo, es decir que Colón y Juan Sebastián Elcano eran catalanes y ahí tiene usted, sin ir más lejos, a Jordi Puigneró, que tales cosas ha divulgado, ascendido a ‘número dos’ del poder político en Cataluña.
De lo que no me cabe duda es de que, cuando Junqueras se lance a pasear por Las Ramblas, pongamos por caso, habrá quien le aclame como al salvador de la patria, tal como se hacía con Mandela cuando concluyó sus 27 años en la prisión, en 1990. Yo creo más bien que, con su errónea presión aquel 27 de octubre de 2017 para que, en lugar de convocar elecciones, Puigdemont declarase la independencia más breve de la historia, ni un minuto duró, Junqueras fue quien perdió a Cataluña y a sí mismo.
Ahora ya está de permiso tras tres años y medio de su bastante benévola situación carcelaria, a la que seguramente no regresará; y de él depende, eso sí, imitar a Mandela en su política de reconciliación nacional o repetir las equivocaciones que jalonaron su negociación opaca con la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, en cuyo hombro posó su mano paternal. Y traicionera.
No sé si Junqueras se dejará tentar por las voces de ‘apreteu’, y por los insensatos que siempre piden aquello tan castizo de ‘dales caña’, o si, por el contrario, evitará que los CDR de turno, la CUP antisistema que tanto daño hace a los catalanes, le emborrachen de revanchismo y eviten que se comporte con el mejor ‘nelsonmandelismo’, el que salió de prisiones como la isla Robben -allí fue mucho peor tratado que los de Lledoners-, el de la tan mentada reconciliación, el del abrazo que he visto en tantas imágenes en Ciudad del Cabo o en Johannesburgo. De que adopte una u otra posición dependen muchas cosas, desde el futuro político de Pedro Sánchez, que ha arriesgado -y arriesga- no poco con estos indultos, hasta la ‘pax política’ en el Estado español. O sea, en España.
Reconozco que tengo respeto por la inamovible posición personal de Junqueras, que, sin embargo, políticamente tanto ha errado. El perdón obtenido habría de hacerle reflexionar: él sabe perfectamente que la independencia es imposible y que esa República de Catalunya es del todo inviable. Y muchas otras cosas también: desde un referéndum puro de autodeterminación -muy otra cosa es reformar el Estatut y someterlo a consulta- hasta esa amnistía total que ahora los más refractarios al acuerdo reclaman a gritos. De él, ahora que ya no tiene sentido mantener la polémica en torno a la conveniencia o inconveniencia, legalidad o no -que yo creo que es que sí- sobre los indultos, depende ser el ‘buen Mandela’, que sosiegue las cosas, o el caballo de Atila, que allá por donde pasa no vuelve a crecer la hierba ni en el Camp Nou, cuyo césped fue, por cierto, plantado un día por la señora de Jordi Pujol, florista de profesión y corrupta por decisión judicial.
¿Qué más tiene que ocurrir en Cataluña para que regrese la sensatez a la plaza de Sant Jaume y también a las Ramblas.
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