Según una encuesta de mi propia cosecha, el respeto a la intimidad, la protección de datos y otros mecanismos de defensa en la sociedad cibernética de hoy no interesan a la mayoría de las personas, más comprometidas en el chismorreo, el intercambio de información y otros fenómenos varios de exposición pública.
Claro que al personal je incordia, no obstante, la insistencia de las eléctricas, compañías de móviles y otros servicios públicos que dan la murga constantemente por teléfono para que nos cambiemos de empresa, como si eso fuese el gran negocio de nuestra vida. También preocupa, por supuesto, la posible piratería de nuestros datos privados y ser objeto de estafas y otras tropelías electrónicas.
Pero, por un extraño y extendido mecanismo psicológico, siempre creemos que esas cosas, de suceder, les ocurren a otros y que nosotros somos más listos que el común de los mortales y no caeríamos en burdas trampas de ese tipo.
En resumen: que no nos guardamos suficientemente las espaldas y no defendemos nuestro derecho a la intimidad. La prueba fehaciente de ello son esas conversaciones telefónicas a voz en grito en lugares públicos, en las que contamos nuestra vida y damos nuestros datos personales delante de todos. Eso lo sabe cualquiera que utilice un transporte público o esté en la sala de espera de una consulta médica. Hasta en los vagones de silencio del AVE hay quien da la tabarra sin importarle el descanso de los otros.
Esos hechos, aparte de un ejemplo de incivismo, suponen la comprobación de que nuestra intimidad nos importa en general tan poco como el respeto a las demás personas.
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