Las plazas huérfanas

“Mis recuerdos tienen nombre de plaza en toda la dimensión del vocablo”

José Luis Masegosa
07:00 • 23 ago. 2021

Para muchas generaciones los mejores y más divertidos campos de fútbol de nuestra niñez y adolescencia fueron los que albergaron calles y plazas del lugar de residencia de cada cual, más aún si éste tenía su ubicación en una zona rural, en un pueblo, donde las carencias de todo tipo superaban con creces las de cualquier ciudad media, aunque en estos núcleos el asfalto y adoquines de plazoletas y algunas vías conformaban el más blando terreno de juego que  se haya conocido. Bien lo saben numerosas legiones de niños que encontraban en los prolegómenos de sus encuentros de rivalidad local el aperitivo de aquellas gloriosas o nefastas tardes, según el resultado final, de rudimentario equipamiento y de meriendas de pan con chocolate.



Sin creerme una persona entregada en añoranzas y mucho menos cegada por la idea de un pasado que me induzca a un exceso melancólico, sí creo apreciar los beneficios de nuestro tiempo, pero no por ello dejo de ser consciente de cuanto hemos perdido. En el ámbito recreativo mis recuerdos tienen nombre de plaza en toda la dimensión del vocablo, históricamente la del Grano, popularmente “la de Arriba”, y en la actualidad la que rinde homenaje a una inteligente, esforzada, comprometida y  extinta fiscal almeriense, María Dolores Requena Masegosa. En ese diáfano y amplio espacio de mi infancia, tantas veces fustigado y tan pésimamente transformado en postreros años, rompíamos el calzado que cada uno utilizaba para propinar incontables chutes sobre los chinarros y “césped” terráqueo que cubrían el piso de la plaza en cuyas esquinas se habían situado las respectivas e imaginarias porterías. En una de ellas, los postes quedaban configurados por el resistente tronco de un  adelanto y una rectilínea caña sostenida sobre un puñado de piedras o tierra, en la otra meta uno de los postes era la esquina de la sacristía de la Basílica de las Mercedes, y el otro no podía ser sino otra caña con idéntico anclaje a la portería contraria. Los largueros quedaban igualados por cualquier fina cuerda que estuviese al alcance de los entusiasmados jugadores, y las redes habitaban cuan extraordinarias mallas en la infinita imaginación de aquellos alevines, frustrados soñadores de una mínima instalación deportiva.  Ni que decir tiene que cada caída a tierra conllevaba frecuentes y dolorosas desolladuras en las extremidades y que los encontronazos sobre la dureza del terreno de juego dejaban, como un trofeo individual, molestas contusiones y  lesiones que no dudábamos en exhibir. Eran las heridas de guerra de aquellas batallas futboleras que tan alta estima e ilusiones regalaban a los Gentos, Amancios, Ufartes y Pirris del sueño infantil. Un sueño que, salvados los escenarios y la distancia temporal, pervive muy acrecentado en las generaciones de pequeñines de nuestros días por el peso mediático de juegos y modalidades deportivas y por las boyantes posibilidades de infraestructuras y medios materiales.



Los hilos de la memoria son infinitos y la casuística personal del pasado es innumerable. Sin embargo –no sólo ocurre en países en vías de desarrollo- son muchos los niños pequeños que mantienen esa tendencia natural a jugar a la pelota en plazuelas y callejones, sobre todo ahora en periodo vacacional. Los niños juegan  en/con lo más próximo, hasta que la autoridad municipal lo prohíbe bajo sanción y multa que deben satisfacer los progenitores. Ha ocurrido y ocurre en pueblos y ciudades. Es el caso de Sevilla, y en concreto  la Plaza de San Lorenzo, en cuya iglesia fue bautizado Gustavo Adolfo Bécquer. Hasta ahora, esta ágora de bullicio y alegría acogía a grupos de madres que departían en los bancos del espacio urbano, en tanto sus hijos –niños de corta edad- jugaban a la pelota. El juego les permitía socializar entre ellos, al igual que a sus progenitoras, quienes vigilaban atentas a sus pequeños entre el revoloteo de las palomas y bajo la impertérrita mirada del escultor Juan de Mesa. La ordenanza municipal, como en otros pueblos y ciudades, ha vaciado la plaza, un enclave becqueriano por excelencia, dada la proximidad de la calle de Santa Clara en una de cuyas casas el autor romántico tuvo su enamoramiento con Julia Cabrera: “Hoy, en las funciones reales y  cuando se estrenaba el Puente de Hierro he visto a la joven de la Calle Santa Clara. Yo al pronto no la conocí, y creo que ella a mí tampoco…”. La  existencia de la novia no se descubrió hasta 1962, gracias a los poetas Rafael Montesinos y Rafael Laffon. Bécquer había dejado otra pista en uno de sus textos: “Nunca pude darme razón cuando muchacho de por qué para ir a cualquier parte de la ciudad donde nací era preciso pasar antes por la casa de mi novia..”. Montesinos y Laffon descubrieron en casa del nieto de Julia un álbum con dibujos y algunos textos. Fue el regalo que Bécquer hizo a Julia cuando se marchó definitivamente a Madrid. Mientras el poeta de las golondrinas se pasó la vida en busca de la mujer que lo amara, ese amor, Julia Cabrera, se quedó soltera en Sevilla a la espera de que Gustavo Adolfo volviera de Madrid. Y volvió, pero muerto. Julia vivió enamorada y murió con la pena de que ninguna de las Rimas estuviera dedicada a ella, pero sin embargo su recuerdo pervive en “La mujer de piedra”, el texto inacabado de “El libro de los gorriones”, esos  gorriones del barrio becqueriano que hoy echan en falta el griterío de los niños de la Plaza de San Lorenzo porque ya no pueden jugar a la pelota en el espacio que ha servido de ampliación de algunas terrazas. Dicen que las campanas de San Lorenzo tañen ahora huérfanas de las voces infantiles y que los  ojos de Juan de Mesa miran entristecidos porque la Plaza es menos plaza. Quizá es que las plazas no sean ya para los niños. Son plazas huérfanas.








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