El otro día se cayeron varias horas WhatsApp, Facebook e Instagram y parecía que había llegado el apocalipsis. Ríete tú (con perdón) de los palmeros cuando vieron bajar la lava por las laderas del volcán arrasando cuanto encontraba. La desconexión digital del imperio de Mark Zuckerberg convocó terribles presagios y horizontes oscuros para la Humanidad entera como en una película de catástrofes. O, bueno, como la realidad de estos dos últimos años, que tampoco hay que irse tan lejos. Pero todo volvió a su cauce y aquí seguimos, envueltos en la rutina, pero con menos horas de vuelo en esas aplicaciones, lo cual es ciertamente higiénico y saludable.
Una garganta profunda de Instagram acaba de desvelar que sus directivos guardaron y obviaron un informe interno que admitía que esta red podía ser perjudicial para las adolescentes. La aplicación, según parece, erosiona la autoestima de las chicas: se han producido numerosos casos de anorexia a consecuencia, supuestamente, del contenido (retocado y con filtros fotográficos) de Instagram y las alarmas se han disparado en la sociedad norteamericana. Zuckerberg no atraviesa su mejor momento y su emporio tampoco. Veremos en qué queda.
Las redes sociales resultan demasiado adictivas. Es un hecho objetivo que yo mismo he padecido. La dopamina segregada en el cerebro de los usuarios a causa de la satisfacción inmediata que ofrece una notificación o un comentario engancha como la heroína. La divulgadora educativa Catherine L´Ecuyer avisa de sus negativos efectos sobre los niños recordándonos que la Academia de Pediatría Americana desaconseja tajantemente que los pequeños accedan a móviles y tabletas con la alegría con que lo hacen habitualmente. Y millones de personas pasan sus días entre los algoritmos de las pantallas. Es decir, lejanas a la realidad. Las redes, leí una vez, son como un plato sopero sin fondo: la sopa nunca se acaba y cada vez quieres más.
La tecnología ha venido a solucionar problemas y, sin embargo, ha originado otros. Ya es frecuente ver a todos los miembros de una familia mirando su móvil sin interrupción durante una comida en un restaurante. O a un niño de tres años manejando una tableta electrónica con soltura mientras los padres comen, no vaya a ser que le molesten. Al mismo tiempo, a los niños y adolescentes cada vez les cuesta más leer textos largos, no digamos ya libros, porque están habituados a titulares y fotografías de consumo instantáneo. Los nuevos hábitos digitales han determinado sus formas de actuar en diferentes aspectos de sus vidas. Eso sí, los mismos dueños de estas empresas tecnológicas impiden a sus hijos entrar en las redes, pues conocen la munición que las cargan.
Vivimos una dictadura de la inmediatez propiciada por la estupidez. Van de la mano. El inolvidable y cáustico Fausto Romero me decía que las redes sociales están matando al individuo. Tenía parte de razón. La reflexión serena y el análisis ponderado han perdido vigencia frente a las pulsiones viscerales –e inquisitoriales- de la gente, que lo han contaminado todo: la política, el periodismo y la vida en general. Urge tomar conciencia de este problema para regresar a la realidad. La película Matrix fue demasiado premonitoria…
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