Dentro del proceso de reescribir la historia, siguiendo un indigenismo históricamente indigente, se vuelve atrás para convertir en “diablos” a Colón, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado y otros gigantes de la conquista de América. Vaya por delante que soy consciente de que todos ellos no eran almas seráficas, animadas por un espíritu pío sino aventureros ambiciosos en busca de riquezas y poder. Como el resto de los hombres de aquella época. Ni más ni menos. Es un disparate completo pretender juzgarlos, cinco siglos después, con criterios morales actuales. Como si aplicásemos el derecho de hoy con efecto retroactivo a hechos que se produjeron históricamente hace 500 años.
Con todo, el disparate mayor se comete al asumir, implícitamente, que las poblaciones indígenas de entonces vivían plácidamente, en paz y armonía con su entorno, cercanas al Edén. Eran los felices salvajes de Rousseau todavía incontaminados por la “civilización”. La situación real era bien distinta.
Los incas del Perú y los aztecas de Méjico detentaban un poder omnímodo sobre los pueblos de su entorno que vivían esclavizados. Por ejemplo, la “cultura azteca” incluía el rito de extraer el corazón sin contemplaciones del cuerpo vivo de la víctima. Algunos españoles lo sufrieron después de ser capturados durante la Noche Triste sin poder ser socorridos por sus compañeros que oían los gritos horribles de los torturados con tan salvaje rito. Este estado de cosas explica perfectamente como Hernán Cortés, consiguió el apoyo de otras tribus indias, con cuya ayuda pudo derrotar a los aztecas. Eso explica, mejor que la diferencia de armamento, que conquistara un imperio con solo 500 españoles frente a miles de aztecas. Pero claro, para saber esto, hay que saber algo de historia. No basta con ir por el mundo con cuatro simplezas de indigenista irredento.
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