No había una tortura mayor para un novio que vivir el día de San Valentín perdido en algún rincón del mapa por culpa del servicio militar. La lejanía se hacía insoportable desde la soledad de un cuartel y un sentimiento de impotencia y ganas de llorar se le colaba hasta el pecho al soldado cuando al abrir la carta de la novia se encontraba con el regalo inesperado de un retrato.
La foto de la novia era el mejor regalo para el día de los enamorados, pero a la vez se convertía en un afilado puñal que te partía el corazón en dos mitades y te dejaba sin aliento. La foto de la novia venía cargada de sensaciones, de recuerdos y de nostalgias de todo lo que se había quedado atrás. En la foto venía su perfume, el roce de sus manos, la huella de una lágrima.
La foto de la novia tenía el sabor amargo de la distancia. Era la foto de ella, de la mujer amada y también de los lugares que tantas veces habían recorrido juntos. En Almería era costumbre hacerse la foto para el novio en las pérgolas del Parque Nuevo, que era un escenario evocador y cómplice, donde tantas relaciones se habían ido gestando domingo tras domingo, paseo tras paseo.
Aquellos retratos que viajaban en un sobre por estaciones de trenes y oficinas de Correos llevaban siempre dedicatorias cargadas de amor, recato y mucha inocencia. Una novia no podía expresarle en el reverso todo lo que sentía, ni mucho menos dejar entrever cualquier atisbo de pasión desenfrenada. Estaba obligada a resumirlo todo en dos o tres palabras que no pusieran en entredicho la moralidad de ella y la formalidad del noviazgo.
Solía ocurrir con frecuencia que en las fotos que las novias mandaban a sus novios casi nunca posaban solas. Era habitual que se retrataran acompañadas de alguna amiga o de alguna hermana, ya que ni en una simple fotografía era conveniente que una pareja se quedara a solas.
Cuando el enamorado que estaba cumpliendo con el servicio militar recibía el regalo no tardaba en compartirlo con los compañeros, antes de guardarlo como si fuera un tesoro en el interior de la taquilla. La foto de la novia, desde la perspectiva de la distancia y el encierro, se convertía en el mayor consuelo de los soldados en la lejanía de un cuartel remoto o en la soledad de un navío de la Armada.
La foto sellaba para siempre esa relación de novios formales, que era la única relación posible para que una muchacha se atreviera a mandar su retrato y con él un trozo de sus sentimientos. Detrás de aquellas fotografías estaba la ilusión de tantas jóvenes que seguramente se habían pasado los días y las noches pensando en esa foto, en la ropa que se iban a poner para estar más atractivas. Algunas habrían estado ahorrando durante un tiempo para estrenar una falda o una blusa y para poder ir a la peluquería. No era una fotografía más. Era la foto más importante de su juventud, que con el tiempo pasaría a formar parte de los momentos inolvidables, como el retrato que vendría después, el del día de la boda.
Casi todas las parejas de entonces terminaban en el altar. Todos los caminos conducían al matrimonio si el muchacho era como Dios manda y llevaba buenas intenciones. Hasta los anuncios de la radio te empujaban a dar el paso: “Usted ponga el novio, que París Madrid pondrá los demás”, decía el mensaje publicitario de aquel famoso negocio de muebles que estaba en la calle de las Tiendas. Hasta las letras que sonaban en las emisoras se encargaban de recordarnos que había que pasar por el altar, aunque una canción de Gloria Lasso nos contara la historia de una novia que se casaba con el hombre al que no quería en presencia del verdadero amado: “Blanca y radiante va la Novia. Le sigue atrás su novio - amante”.
Cuantas parejas se declaraban públicamente en aquel programa de ‘Discos dedicados’, donde todos nos enterábamos que en un rincón de Níjar o en un cortijo de la vega una pareja acababa de comprometerse para toda la vida. Porque entonces uno se casaba para siempre y eran pocos los que tenían la oportunidad de echar marcha atrás y salir corriendo. Por eso las madres de las novias insistían tanto en asegurarse de que el pretendiente de su hija era un muchacho formal y venía de buena familia.
Los nuevos tiempos fueron cambiando las costumbres y los noviazgos también se vieron afectados con esos nuevos vientos que empezaron a notarse a finales de los años sesenta y que diez años después ya se habían convertido en un huracán. Con el cambio, los novios formales siguieron saliendo los domingos por la mañana a pasear por el puerto, pero también aparecieron los novios nocturnos que buscaban la profundidad del Parque para darse el lote.
Pero por mucho que cambiaran las costumbres, todos los que tuvimos que pasar por la mili supimos lo que significaba aquel retrato de la novia en la que nos declaraba su amor eterno.
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