Una de las cosas que más me llamaban la atención de mi padre, era que siempre que tenía ocasión recordaba lo que estaba haciendo en el momento en el que le contaron que habían asesinado al presidente John F. Kennedy. Jugaba una partida en uno de los míseros establecimientos en los que se reunían los habitantes de Las Peñicas de Clemente, cuando un parroquiano entró y soltó la noticia a bocajarro. Según su relato, dejó la partida y abandonó el local en un estado de enajenación que le costó superar.
A mí siempre me había parecido un poco extraña esa anécdota; como el resto de almerienses de su generación, mi padre había vivido el estallido de la guerra civil, los bombardeos de la flota nacional y alemana, los de la aviación, la inmediata posguerra visitando el campo de concentración del Ingenio para ver a mi abuelo, la guerra de Ifni, la muerte de Franco y la Transición, episodios que en principio deberían haberse fijado en su memoria mucho más que un suceso ocurrido en el remoto estado de Tejas. Así que, cuando llevado de la curiosidad le preguntaba el motivo de esa fijación, me respondía que en ese momento supo que el mundo iba a ser un lugar peor.
Yo nunca terminaba de entenderlo, seguramente porque mi trayectoria vital era muy diferente. Cierto es que en los ochenta había una sensación de incertidumbre en el ambiente ante la crisis ambiental que ya apuntaba y, sobre todo, a causa del miedo a un holocausto nuclear. Como la inmensa mayoría de los universitarios de entonces, fui activo en el rechazo a la carrera armamentística y a cualquier retórica belicista que incrementara la tensión entre bloques. Pero a pesar de ello, en el caso de los españoles en general y los almerienses en particular, sentíamos que poco a poco íbamos conquistando mayores cuotas de bienestar, seguridad y libertad por lo que el miedo a la guerra, la miseria o la opresión eran cosas del pasado.
Ni siquiera el cumplimiento de mis obligaciones militares cambió mi percepción. Como ya he comentado en estas páginas, cuando una fría noche de finales de noviembre subí camino de Vitoria a uno de aquellos destartalados trenes llenos a rebosar de quintos, pensaba que por mis antecedentes me tocaría pelar muchas patatas y barrer cuarteles. Yo fui el primer sorprendido cuando en plenos años del plomo, me encontré protegiendo convoyes de Euskadi a Burgos o escoltando al Gobernador Militar de Vizcaya en sus desplazamientos. A pesar de ello, ni siquiera la traumática experiencia de asistir a los dolorosos entierros de aquellos años afectaron a mi fe en el futuro, si bien es cierto que el del capitán Martín Barrios me viene a la mente cada poco.
Una vez modestamente servido el Rey y honrada la patria, redoblé mi convencimiento de que el diálogo es la mejor forma de resolver los conflictos. El signo de los tiempos pareció darme la razón; sin duda alguna, pertenezco a la generación que mayores cotas de paz, bienestar y libertad ha disfrutado desde que los primeros almerienses se organizaron en Los Millares. Incluso la caída del Muro de Berlín pareció hacer desaparecer el riesgo de un conflicto nuclear en Europa de consecuencias devastadoras.
Pero, como le ocurrió a mi padre, todo cambió una mañana de febrero cuando entré en mi cafetería habitual para tomar el segundo café de la mañana. Siempre digo que hasta el tercero no termino de despertarme, pero en aquella ocasión ni siquiera hizo falta que lo apurara para que la dura realidad se apoderada nítidamente de mi pensamiento. Porque, como a todos nosotros, la brutal invasión de Ucrania no hizo más que confirmarme una vaga idea que hacía ya tiempo que me rondaba por la cabeza y que no es otra que la sensación de que estamos entrando en un territorio desconocido donde no sabemos qué nos deparará el futuro. Visto en perspectiva, el panorama es ciertamente sombrío: a la crisis ambiental se superponen una pandemia mundial con una espantosa guerra de consecuencias imprevisibles.
A falta de perspectiva histórica, la primera lección parece ya incuestionable. Lo queramos a no, vamos a tener que dedicar más atención y recursos a la seguridad, tanto en el flanco Norte como en nuestro caso especialmente en el Sur. Hemos vivido en una especie de limbo pensando que la globalización eliminaría los riesgos geopolíticos y, por si todavía teníamos alguna duda, el líder ruso se ha encargado de despertarnos. Sin duda alguna, es el momento de apoyar a los agredidos, ya que en mi opinión ellos están poniendo las víctimas en defensa de Europa.
Pero esa realidad no debería hacer que volviéramos atrás en las libertades y conquistas que disfrutamos. Es importante no perder de vista que, con todos sus defectos, vivimos en una sociedad que merece la pena preservar. Después de haber vivido un ametrallamiento, un ataque con granada, haber sido escupido e insultado en la calle, expulsado violentamente de un bar y de haber enterrado a uno de mis mandos, pero especialmente de ver el miedo reflejado en la cara de las mujeres de mediana edad que se apresuraban al mercado tras una alarma, en el Peaje de Llodio me juré a mí mismo que el resto de mi vida haría todo lo posible para evitar que en mi tierra se viviera bajo la dictadura del terror. Y un tal Vladimiro no me va a hacer cambiar a estas alturas de mi vida.
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