Las imágenes de Turquía y Siria nos vuelven la mirada a la vida. Miles de personas luchan contra el reloj aun hoy para rescatar a los supervivientes del terremoto. Ver llegar lentamente tu muerte atrapado entre hormigón y hierro debe de ser una pesadilla. Y cuando recuperan de su probable tumba a un niño que comienza a sonreír y jugar con sus salvadores celebramos emocionados el valor de la vida. Lo habíamos olvidado ya días antes, al presenciar gélidos e inmunes la última matanza de Putin en Ucrania o el avance mortal de la sequía en África.
Almería sabe de terremotos. Hace meses celebró los quinientos años del que asoló nuestra ciudad y gran parte de poblaciones vecinas. Sin embargo, siento que los almerienses tenemos un pacto de avestruz para no hablar ni afrontar tan siquiera la posibilidad de un seísmo destructor. No sabemos si en caso de un temblor de siete grados los edificios caerían como una fila de naipes desde Artés de Arcos a la plaza de Altamira, sepultando a miles de almeriense para siempre.
Siendo Almería una tierra de riesgo sísmico por la falla del mar de Alborán, hay una especie de espontánea ley del silencio sobre la frágil tierra indaliana muy parecida a la que durante años hizo que no se informara sobre suicidios. Doy por hecho que hay planes oficiales y que no se ocultan, pero nada de eso se conoce ni se vive entre la población. Los centros educativos repiten año tras año simulacros de incendios, que los niños se toman con jolgorio pero no ocurre igual para el caso en el que la tierra tiemble, y destruya. Aún hoy siento remordimiento porque en su día sentí que no hicimos lo suficiente por Lorca, y que nos olvidamos demasiado pronto.
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