Pedro García Cazorla
17:14 • 08 abr. 2012
Permanecía tumbado en la cama boca arriba, aún tenía los auriculares puestos, estoy casi completamente sordo y ciego desde hace algo más de cuatro años, percibía la voz del locutor demasiado alta, los desconecté de la radio, podía oírlo sin necesidad de utilizarlos.
Una araña negra diminuta recorría el techo de mi habitación, sobre su vientre una pigmentación rojiza daba al insecto una apariencia feroz y venenosa. Estaba asombrado, recuperaba mis sentidos parecían que se hubieran colado por la grietas del tiempo y yo volviera a ser un hombre joven, no un anciano de noventa años.
Era la muerte, su presencia altera todas las cosas, hasta la plenitud de la luz que entra a chorros por las ventanas, afirmaba que mi vida ya sólo era una piedra que alguien sembró un día en el aire y ahora descendía para estrellarse contra la tierra. Y sí hay certezas que duelen, esta no debía ser una de ellas, pues nunca sentí tanto reposo; olvidarme de la necesidad de vivir para mí es un alivio.
Al verme sólo y olvidado, sentí rabia, nadie estaba a mi lado. Ningún amigo si es que realmente los tuve, había sobrevivido, enviudé y no volví a buscar una mujer, para mis hijos era una incomodidad de la que deshacerse antes de completar una herencia abundante.
Rehíce mi testamento, gracias a la agilidad casi juvenil de mi mano derecha:
“Es mi voluntad y os pido que la respetéis, no ser enterrado bajo tierra, ni en el panteón de la familia. A mis hijos Rodrigo e Iluminada, les confió la conservación de mi cuerpo en formol y en una cuba de proporciones acordes con mi estatura, durante diez años. Obligándolos como depositarios a mantener en óptimas condiciones el cadáver, que permanecerá en vuestras casas por razón de un año completo, correspondiendo el primero a Rodrigo.
De esta forma podréis decir que no me ido, que aún estoy entre vosotros. En caso contrario, desheredaré a quien así contravenga este deseo, llegado al año décimo un notario, certificará el cumplimiento exhaustivo de estas condiciones.
Mientras hacia una bola rugosa de papel testamentario, noté que me faltaban las fuerzas y mis manos se abrieron, la bola blanca e irregular rodó por las baldosas unos pocos centímetros y después se detuvo como la vida.
Rodrigo ha sido el primero en llegar hasta la casa del padre, al lado de su escritorio descubre una pelota blanca de papel no más grande que la que él utiliza para jugar al golf, la golpea como un experto con la empuñadura del bastón del viejo y sale volando por la ventana que está abierta, cae en la piscina y luego se hunde.
Una araña negra diminuta recorría el techo de mi habitación, sobre su vientre una pigmentación rojiza daba al insecto una apariencia feroz y venenosa. Estaba asombrado, recuperaba mis sentidos parecían que se hubieran colado por la grietas del tiempo y yo volviera a ser un hombre joven, no un anciano de noventa años.
Era la muerte, su presencia altera todas las cosas, hasta la plenitud de la luz que entra a chorros por las ventanas, afirmaba que mi vida ya sólo era una piedra que alguien sembró un día en el aire y ahora descendía para estrellarse contra la tierra. Y sí hay certezas que duelen, esta no debía ser una de ellas, pues nunca sentí tanto reposo; olvidarme de la necesidad de vivir para mí es un alivio.
Al verme sólo y olvidado, sentí rabia, nadie estaba a mi lado. Ningún amigo si es que realmente los tuve, había sobrevivido, enviudé y no volví a buscar una mujer, para mis hijos era una incomodidad de la que deshacerse antes de completar una herencia abundante.
Rehíce mi testamento, gracias a la agilidad casi juvenil de mi mano derecha:
“Es mi voluntad y os pido que la respetéis, no ser enterrado bajo tierra, ni en el panteón de la familia. A mis hijos Rodrigo e Iluminada, les confió la conservación de mi cuerpo en formol y en una cuba de proporciones acordes con mi estatura, durante diez años. Obligándolos como depositarios a mantener en óptimas condiciones el cadáver, que permanecerá en vuestras casas por razón de un año completo, correspondiendo el primero a Rodrigo.
De esta forma podréis decir que no me ido, que aún estoy entre vosotros. En caso contrario, desheredaré a quien así contravenga este deseo, llegado al año décimo un notario, certificará el cumplimiento exhaustivo de estas condiciones.
Mientras hacia una bola rugosa de papel testamentario, noté que me faltaban las fuerzas y mis manos se abrieron, la bola blanca e irregular rodó por las baldosas unos pocos centímetros y después se detuvo como la vida.
Rodrigo ha sido el primero en llegar hasta la casa del padre, al lado de su escritorio descubre una pelota blanca de papel no más grande que la que él utiliza para jugar al golf, la golpea como un experto con la empuñadura del bastón del viejo y sale volando por la ventana que está abierta, cae en la piscina y luego se hunde.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/25307/la-eternidad-y-el-senor-andujar