La vida es una miscelánea de nombres y cosas. Cosas y nombres asidos a nuestro propio yo que en algunos casos perduran más allá de la vida. Cosas que viven en nosotros porque independientemente del lugar que las acoge gozan del privilegio de la autenticidad. Cosas, enseres y objetos que han superado los calendarios y, al margen de su utilidad, ahí permanecen inmóviles para recordarnos que hubo un tiempo en el que la prestación de sus servicios fue imprescindible para nuestro devenir. Qué habría sido de aquella familia sin el receptor de radio que ocupaba un lugar privilegiado en el comedor familiar sobre un mosaico multicolor de croché , donde se contaban las exequias del Papa Roncalli. Esta remota imagen sonora anduvo, años después, hasta otro vivo recuerdo: el de un aparatoso receptor de grandes dimensiones, sin marca comercial, fabricado ex profeso por un pariente, que mi mejor profesor de francés, don Horacio García, custodiaba con esmero bajo un gran paño rojo que sólo retiraba para conectarse cada noche a la” Pirenaíca” y conocer algo cierto de aquella España gris y sombría de entonces. Qué habría sido de nuestra infancia y adolescencia sin la bicicleta Orbea, cuyo esqueleto cuelga en la pared del viejo almacén. Adónde habrían despertado los sueños de juventud sin la desvencijada “Olivetti” que acuñó los bisoños renglones de las primeras crónicas locales. Cosas de nuestra vida a las que le pusimos fecha de caducidad porque todo lo viejo molesta y hay que renovarlo, pero ahí están, heroicas, sobrellevando con dignidad su glorioso pasado y evitando caer en el olvido.
Son cosas que han llenado nuestro corazón. Como lo llenan los cariños ocultos, aletargados y anubarrados por el polvo de los años, las distancias y el discurso vital, pero que pueden reaparecer hoy o mañana en cualquier `primavera de la amistad. Y es que las personas que se han asomado a nuestras vidas nunca dejarán de estar en nosotros porque la esperanza llena de nombres y personas los vínculos invisibles que conforman el andamiaje de lo que somos. Y es que debemos reconocer en los otros, en los que queremos y nos han querido de verdad nuestra propia vida. Ellos son los nombres del corazón.
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