En las reuniones familiares, una de las anécdotas con la que hacíamos sufrir a cuñadas y cuñados, era la que narra cómo, una nochevieja que viajábamos hacia el Norte por una solitaria Nacional 340, tuvimos sed y no encontramos ningún establecimiento abierto durante muchos kilómetros. Según el relato canónico de lo que ocurrió, poco antes de llegar a la rambla de Antas, vimos un naranjo que ofrecía sus tentadores frutos al lado de la carretera, por lo que mi padre se detuvo con la sana intención de hacernos con los preciados cítricos, con la mala suerte de que la quietud de la noche se viera rota por las luces de un coche que nos hizo emprender una vergonzante huida.
Como fui yo el encargado de perpetrar aquel intento de hurto famélico, solía ser diana de las ironías a causa de mi falta de temple para el latrocinio. Pero lo que nunca dije es que aquel valle fluvial que recorrimos a la luz de la luna captó mi imaginación poderosamente por su frondosidad, que contrastaba poderosamente con el entorno semiárido.
En el brumoso cantábrico, cuando ya llevábamos diez días sin ver el sol, cogía fuerzas evocando aquella comarca almeriense cuasi tropical. Pero todavía lo hice más cuando una profesora de Historia del Arte me reveló que en el entorno del río Antas existían yacimientos arqueológicos de importancia capital, hasta el punto de que Gerald Brenan le había dedicado unos emotivos párrafos en Al Sur de Granada.
Andando los años, tuve el privilegio de conocer a Don Gabriel Martínez Guerrero y su lucha hercúlea para conseguir que, en el entorno que él llamaba “La Tierra de Antas y su Río Arqueológico”, se hicieran actuaciones concretas que dejó claramente delimitadas con el objetivo de que, al menos, los románticos que se aventuran por aquellos parajes emulando a Brenan, no corran el peligro de romperse la crisma despeñándose por los cerros sin poder admirar el patrimonio.
Si tenemos en cuenta que, en un recorrido de unos pocos cientos de metros, encontramos los yacimientos de El Argar, El Gárcel, La Gerundia y La Pernera, que abarcan los periodos Neolíticos, Calcolítico y Edad de Bronce y que ya desde principios del siglo XX, al menos en lo que se refiere a la Cultura del Argar, los especialistas consideraron relevantes para entender la evolución de la Península Ibérica, o incluso la de Europa Occidental, a mí, que vaya por delante que soy un absoluto ignorante en este tema como en todos los demás, se me hace difícil entender que no se acerque a los ciudadanos un recurso de tal magnitud.
Soy consciente de que lo importante es que se realicen trabajos arqueológicos, simposios, investigaciones, que se conserven las piezas correctamente en los museos y todo lo demás. Pero comparto plenamente la visión de Don Gabriel, sobre que es imprescindible que los poderes públicos destinen los fondos necesarios para su promoción y conservación “in situ” porque, por mucho que se pretenda ahora vender otra cosa, la verdad desnuda es que el poblado que da nombre a la Cultura Argárica está situado junto al río Antas.
Quizás por eso, en la pasada Feria de Abril, mientras debidamente uniformado con chaqueta y corbata, aguantaba estoicamente a treinta y seis grados literales a la sombra un sesudo debate sobre si el mejor rebujito se hace con fino o manzanilla, no dejaba de pensar en Pedro Flores, el antuso sin formación pero cuya fortaleza, talento y capacidad de observación le hicieron tener una importancia capital tanto en los primeros trabajos arqueológicos en el Levante almeriense como en el mismísimo yacimiento de Los Millares, hasta el punto de que pudo ser él quien despertara el interés de los ingenieros belgas por la riqueza arqueológica de la zona.
Cuando dejé el Real, todavía no había decidido si habíamos mejorado nuestra situación sobre la de Flores ya que, aunque es cierto que él dependía de una empresa domiciliada en la lejana Bruselas, los promotores de su trabajo vivían en Las Herrerías, mientras ahora parece que, para algunos, estuviéramos en las antípodas.
Modestamente animo al Ayuntamiento de Antas, así como al resto de agentes sociales y económicos de la comarca que le apoyan, que continúen tirando del carro que pusieron en marcha sus ilustres paisanos, en la confianza de que algún día, alguien encontrará un ratito entre El Rocío, el veranito en Matalascañas, el Rocío Chico, la Semana Santa y la Feria, para acordarse de que hace siglos que La Cultura del Argar, y por extensión la de Almería, pasó de la Tarraconense a La Bética.
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