El lunes me desperté y al echar el primer pie al suelo no sabía cuál era el derecho o el izquierdo. Una vez apenas sostenido sobre los dos me dispuse a dar los primeros pasos pero no supe hacia dónde dirigir mi cuerpo, ninguna dirección ni sentido me apelaban, me eran indiferentes. Semanas antes, el médico me había advertido que el sentido de la orientación depende del oído y que tengo un señor llamado Ménière dentro en el vestíbulo. Yo no lo había invitado, pero me lo imaginaba sentado, esperando como un cobrador de seguros aunque en realidad sea como Koji Kaputo dentro de un Mázinger vacilante e inestable.
Es paradójico que en un país donde se escucha tan mal se presuma de tener un sentido de la orientación política tan exacto. Todo el mundo tiene claro que es de derechas o de izquierdas. Sin embargo, creo que los españoles tienen que ir más al otorrino. O a la filosofía.
Vuelvo al lunes. Todo a mi alrededor había desaparecido como en Matrix. No había manera de orientar mi cuerpo porque no había espacio físico. Me dirigí a un señor parecido a Platón: - “Hola, ¿usted está a mi izquierda o a mi derecha?”, le pregunté. –“Depende. Llamemos a ese del bigotón”. Nietzsche en el mundo platónico me sonaba muy raro, pero le pregunté: -“¿Cuál es la derecha y dónde está la izquierda?”. –“Eso es una estupidez, no hay que saber cómo llegar a casa o al bar”. Todo era confuso en ese mundo sin casas ni bares. De lejos apareció una figura que se balanceaba como la Pantera Rosa, acompañada de una voz susurrante y embaucadora: “No he mentido, he tenido cambios de posición política”. De repente, angustiado comencé a vomitar. En medio de un charco verdoso en el suelo, reconocí y miré al señor Ménière, que me saludó sonriente con su sombrero.
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