Mirar arriba

Mirar hacia arriba es escapar a los tormentos que nos rondan

Estudio de dos cabezas mirando hacia arriba de Giovani Lanfranco.
Estudio de dos cabezas mirando hacia arriba de Giovani Lanfranco.
Jesús Ruz de Perceval
09:49 • 09 oct. 2023

Desde niño tengo la manía de caminar mirando hacia arriba. No es que el mío sea un paso marcial o legionario, tan sólo siento curiosidad por lo que me circunda en las alturas. Hay en ello una mezcla de expectación, búsqueda y liberación que trasciende a lo curioso.



Esta costumbre inofensiva en apariencia no está exenta de riesgos. A muy corta edad, por andar fijándome en cornisas, a punto estuve de perder los dientes contra los barrotes de un ventanal sobresaliente. Años después, de camino a una fiesta a la edad en la que todo te avergüenza, por admirar un cielo muy sembrado de estrellas, caí de lleno en un pozo de alcantarilla que algún insensato había dejado descubierto; no hubo lesiones de gravedad, pero el ridículo y la burla de los presentes me dolió largo tiempo. Luego supe que lo mismo le ocurrió -hace dos mil quinientos años- al filósofo Tales de Mileto, padre de la Geometría, hecho que vino a mitigar mi oprobio; coincidir con los grandes, aunque sea en sus torpezas, apacigua y orgullece. Pegarse un “talesaso” no era tan bochornoso y, además, tenía su moraleja.



Otro de los inconvenientes de esta práctica es que te arriesgas a pisar las deposiciones de algún cánido -“rovellons” les llama uno cariñosamente-. Pese a ello y demás peligros menores, los beneficios de mirar a lo alto son siempre mayores, más aún en las ciudades donde sobreviven -resisten- los cascos históricos, numancias que atesoran nuestra memoria estética y estática, en cuyas alturas se posa la somera y susurrante caricia de la piedra.



Mirar hacia arriba es escapar a los tormentos que nos rondan en busca de la belleza inadvertida, esa que habita también en las cosas más sencillas: una fachada armoniosa, una cornisa desafiante, el baile etéreo y caprichoso de los pájaros, el asomar de las horas de bronce en el campanario de una iglesia, las gárgolas que esperan tu mirada como un beso para despertar, una joven impaciente dibujando con el dedo indalos en el cristal de la ventana, una bandera solitaria en un balcón o toda una selva concentrada en el contiguo, el letrero sobreviviente de una antigua papelería, la pétrea melancolía del escudo desgastado de un linaje derrotado, los viejos canalones de zinc orfebreados, la explosión añil de las jacarandas y el contoneo de las palmeras -que son margaritas gigantes-, el recamado de las nubes o comprobar que el cielo, pocas veces, es azul. Todos hermosos presentes que no desmerecen por gratuitos. “Aquí se debería pagar dinero por mirar hacia arriba” exclamó un arrebatado Felipe II cuando vio por vez primera el cimborrio de la catedral de Burgos.



Sobrevivimos porque estamos rodeados de belleza; bellezas sublimes o pequeñas, vulgares o recónditas, efímeras o eternas, pero todas salvíficas. Las sorpresas arquitectónicas están siempre en las alturas y, como las grandes obras, persiguen que alcemos la mirada para encumbrarnos con ellas.



Absortos en el acecho caminante, encaramados nuestros ojos a lo alto, desaparecen la angustia de la cotidianidad y la rutina, las preocupaciones apremiantes o el pesimismo inoculado por las noticias que nos desvelan, tal es el bálsamo que se nos regala al erguir la cabeza. Por extensión o contagio, me ocurre lo mismo en las librerías: siempre dirijo primero la vista a los estantes más altos en la creencia de que el libro que ha de cautivarme o salvarme sólo puede estar allí, desde donde nos otean los textos inasibles y olvidados.



Hacia arriba es también como miran los poetas. A mi abuelo paterno le asombraba, cuando salían de copas, la facilidad de Pemán para improvisar sentidos versos al ver una ropa tendida en un balcón y coronar musa ideal a su desconocida propietaria, prueba de que en sus paseos el vate gaditano posaba la vista en las alturas.



Y, sin embargo, cada vez hay más personas que caminan con los ojos en el suelo; hollados por el peso de la vida, rumiando inseguridades, problemas y prisas -que son el estigma del esclavo- o ensimismados con el móvil para huir a paso zozobrante de esa neblina pesimista que, inevitablemente, siempre les alcanza. Es el trasunto de la vida sinsentido. Apabulladas, con la cabeza gacha y postura abyecta, no se sabe si son tristeza errante o ejemplares de “homo servilis” que intentan disimular su condición, mas la sonrisa fingida no enmascara la pesadumbre sostenida.


Tengo asimilado que, salvo achaque o defecto físico, los que siempre miran hacia abajo y se encorvan lo hacen por tres motivos: por timidez; porque se han rendido; o porque esconden maldades. No son buenos lugares para quedarse. Así que hay que levantar la testa del avestruz, atreverse a ser osados, volver a la lucha o expiar los pecados. Es una prueba de fe para escapar del abismo y subir al monte Tabor; descubrir, como Dante, que sobre el valle del miedo está la “cima revestida ya de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos”. Eso y más es lo que nos quiere decir Lucas cuando narra el milagro curativo que obró Jesús sobre la mujer que no podía mirar arriba.


Lo gestual brota de lo espiritual y nuestra inclinación originaria es a lo alto porque estamos diseñados para apreciar el lado refulgente de la vida, pero se nos olvida -o nos lo olvidan-. Mirar hacia arriba es regresar a la infancia, recuperar la maravillosa capacidad de asombrarnos que teníamos de niños; prender de nuevo aquella gozosa recompensa cuando, con los primeros pasos, alzábamos la cabeza para encontrar los ojos atentos de nuestros padres y allí estaban.


Si la vida nos interpela, mirar arriba es la respuesta valiente a sus requerimientos, el mayor acto de rebeldía e insumisión a las tenazas de lo mediocre; es levantar el vuelo de nuestras aspiraciones e imaginar que otros mejores horizontes son posibles.

Pruébenlo, no se me ocurre mejor ejemplo de vivir por todo lo alto.



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