Conté que he vuelto a mi colegio, donde aprendí a leer y escribir. Conserva la luz del sol cegador que rebota en sus enormes patios. De niño lo aguantaba pero ahora asoma el glaucoma y protegido por mis gafas parezco un profesor con ínfulas y resaca. Ahora no hay tierra, se la hemos quitado a nuestros hijos. No tendrán charcos cuando llueva, y no jugarán con el barro. No sé si es mejor una buena pista donde bote bien una pelota o un buen charco donde chapotear, como en la vida.
A veces creemos que podemos descoser la vida a voluntad, porque la imaginación está tejida con el hilo del tiempo. El pasado fin de semana quise volver a aquellos veranos de 1982 y 1983, que tenían un olor que solo los jóvenes exudan y perciben. Yo apestaba a helados, sudor y tristeza mientras veía de lejos a mis amigos que olían a salitre, amor y rock. El rock de una noche de verano fue para mí el dolor infinito de un tortuoso estío. España estaba cambiando, Miguel Ríos era uno de sus profetas y yo lo haría para siempre. Aquel ‘Rock and Ríos’ convulsionó Almería, y al verano siguiente, una movida mayor en el ‘Franco Navarro’. No pude vivir ninguno de estos fenómenos sociales y esa puntada molestaba desde hace cuarenta años.
Las segundas oportunidades no existen. Es la tonta metáfora del tren que pasa de largo, -que ya fastidia para un almeriense-. Lo comprobé el pasado sábado en Granada, aunque no viajara ya en aquel ‘camello’ atestado de universitarios. Por fin viví aquel concierto legendario. Pude corear el ‘Bienvenidos’ delante de Miguel Ríos, replicar sus gorgoritos, decir ‘colega’, ‘marcha’ y ‘mogollón’ sin sentirme mayor y cantar el ‘Santa Lucía’ con seseo y hasta la ronquera del corazón. ¿Viví aquello de verdad o solo lo imaginé?
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