Alfonso Guerra llega este miércoles a Almería con 83 años después de su comentado striptease en el diario monárquico. Hay mucha expectación, no hay asientos para todas las peticiones que se han hecho a Asempal. Acude a la casa de los empresarios, él, que fue su látigo, su fusta, durante aquellos años patrios que se deslizaron, como un meandro, del Naranjito a Curro; viene ligero de equipaje, como su tótem literario, pero no a la sede de los sindicatos de Javier Sanz, ni a la Avenida Pablo Iglesias, ni al edificio Trino ni a las naves de Saltua, que ya no existen; no viene a ver a Nono, ni a Fernando, no viene a ver a Cristóbal de Carboneras ni a Antonio Bonilla, el único robinson socialista que queda de la época del rodillo. No, no viene a esos lugares, ni a estar con viejos amigos y correligionarios.
Guerra viene a Asempal -si se lo dicen a Santaella hace 30 años no se lo creería- a hablar de los empresarios de la Transición y la Avenida Cabo de Gata se llenará. Guerra siempre llena. Pero la mayoría de la gente, de los asociados de Asempal, que mañana irán a escuchar a ese diablo de patronos en otro tiempo, les importará un bledo la historia de los empresarios de aquella Transición hoy más vapuleada que una palmera de Sierra Alhamilla; lo que querrá la audiencia almeriense es sangre, es escucharlo disparar contra Puigdemont y la Amnistía, contra el Sanchismo aterciopelado, contra Otegui y el peluquero de la vicepresidenta. Porque Guerra nunca rehúye el combate. Así lo parieron en Sevilla, en 1940
Mañana viene Guerra con gana de guerra, muchos creen que a liarla parda con sus declaraciones (si es que más aún es posible), frente al mar de Las Almadrabillas y se encontrará con una Almería en la que la derecha gobierna con comodidad en la Diputación y en los principales Ayuntamientos; una Almería que sigue pidiendo lo que pedía cuando él era vicepresidente, cuando era el paladín de los peones de albañil, cuando no dejó que Boyer -aquel tecnócrata de La Moraleja- adquiriera demasiada cuota de poder en el Partido Socialista. Viene Guerra a hablar del pasado, pero con munición de futuro, y allí estarán más de un centenar de empresarios almerienses para escucharlo, ante un paisaje y un paisanaje muy distinto de aquel de 1992, cuando llenó el Teatro Cervantes. Allí estaba entonces toda la pomada socialista del momento, cuando lo recibieron en volandas como al torero Guerrita, cuando Almería era uno de los bastiones del guerrismo con Tomás Azorín, Bartolomé Flores o Ramón Lara. Allí habló del futuro de Almería, acordándose de sus amigos de Mojácar, de Juana la Molinera que le daba el plato de comida cuando vendía botijos con su amigo Julio Feo junto a la Plaza Nueva, de su Fali Delgado, de la casa que le compró a Antonio Bienvenida para ir con María Jesús Llorente. Solo tienen hoy día una cosa en común Guerra y Sánchez: ambos han disfrutado en chanclas del tinto de verano del Kon Tiki.
Viene Guerra mañana a una Almería de derechas que lo espera con los brazos abiertos -quién lo hubiera dicho hace 30 años, si Arqueros levantara la cabeza- viene con ganas de revancha, sin que el hecho biológico de ser octogenario -goza de buen aspecto- le haya hecho perder un ápice de su instinto depredador; viene con ese aire que le sobrevive de 'Eugenio' de la política, con esa gracia sevillana, tan distinta a la de los faralaes y carloherrera, pero gracia al fin y al cabo; gracia negra del que viene de abajo, del que ha pasado frío y hambre en el hogar proletario de una familia de trece hermanos. Viene, pero ya no a hablar de agua, cuando como en el badén de la Rambla dijo que el PSOE traería agua a Almería desde los Picos de Europa. Viene Guerra y hay más expectación que si hubiera venido el propio Sánchez. Viene Guerra con todo el morbo del mundo a esta Almería cansada de promesas marchitas y la pregunta es si habrá algún socialista delante de él escuchándolo. Quizá Antonio Bonilla, como Tom Hanks en Náufrago.
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