José Luis era conocido como don José por los alumnos, toda una leyenda en nuestro instituto. Acumulaba más trienios que caspa sobre su chaqueta de pana llena de parches, la misma de cuando el pelo aún le desparramaba por su cabeza hoy rala. Había organizado certámenes de poesía en los institutos cuando era un joven profesor idealista en los años 80. Creía que la literatura podía cambiar el mundo. Este era su último curso y sentados a la mesa en la comida de navidad de los profesores me dice: – “¿Has oído a la ministra de Educación? En tres días ha pasado de decir sobre los móviles que ‘no se puede poner puertas al campo’ a hacer un comité para limitarlos en clase”. – “Así es, Torrecillas, se nota quién es su jefe”, le respondí. Se sentía aliviado: - “Menos mal que lo dejo a tiempo, los alumnos apenas saben leer en el bachillerato por culpa de los móviles. Y es imposible convertir el Arcipreste de Hita en un influenser”. – “Estoy contigo Torrecillas”, le contesté. –“Pero mira, el otro día un joven me preguntó ‘¿Profe, te gusta Quevedo?’. Aún hay esperanza Raúl, ¡me preguntó con la misma pasión que me despertó Jorge Manrique a su edad!”, me aseguró con los ojos iluminados.
Pasamos al baile y tras un rato suena una voz gutural: “Quéeeeedateee, que la noche sin ti dueleeee”. Desde la barra vi cómo Torre le preguntaba algo a Cantón, el de Química. Me giré para pedir, sonó un grito y la música se paró. El Torrecillas se había tirado desde la cuarta planta. En el entierro, le pregunté a Cantón qué le dijo. “Me preguntó quién estaba cantando”. Le pagué la lápida con estos versos: Ved de cuán poco valor/son las cosas tras que andamos / y corremos, / que en este mundo traidor / aun primero que muramos / las perdemos.
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