Los seres humanos carecemos de la capacidad para comprender las decisiones que adopta Dios, pero, visto desde el tiempo y la distancia, podemos afirmar que sí tenía un plan previsto para Almería. De sobra conocía la situación límite a la que se enfrentaba esta ciudad y sus habitantes, diezmados, agotados y con el miedo metido en el cuerpo por una Historia que nunca se lo ha puesto fácil a esta provincia.
Los almerienses miraban a la tierra, después de enterrar a los centenares de muertos que causó el terremoto del 22 de septiembre de 1522 asolando la ciudad y a más de 80 poblaciones limítrofes. Miraban al mar, por donde tantas veces fueron amenazados y atacados por los piratas berberiscos, y por supuesto, miraban al cielo, esperando un mensaje de esperanza que vino a transformar la ciudad para siempre.
Ese mensaje tuvo nombre propio. El franciscano, Fray Diego Fernández de Villalán, llegó a Almería en 1523, nombrado obispo por el emperador Carlos I, cargo que ocupó hasta su muerte en 1556, a los 90 años de edad. De la lectura de la biografía del hombre que nos marcó de por vida a los almerienses con los rayos de la Luz del Sol, luego llamado sol de Villalán, bien cabe destacar su sabiduría como secretario y confesor del Cardenal Cisneros, pero sobre todo, su profunda vocación que se transformó en visión, de qué era y en qué estaba llamada a convertirse Almería.
No debió de ser nada fácil para él enfrentarse a quienes querían que todo permaneciera igual, a los que estando bien como estaban, no moverían un dedo por nadie que no fueran ellos mismos. Pero él tenía un por qué y cuando se tiene, no importa el cómo.
Estudió las necesidades, analizó los problemas de una ciudad maltrecha en la que convivían moriscos, conversos, cristianos llegados de otros lugares, junto a una extrema pobreza, y fue entonces, solo entonces, cuando vislumbró lo mejor para sus moradores. El 4 de octubre de 1524, colocaba la primera piedra de la Catedral fortaleza de la Encarnación de Almería llamada a convertirse en un símbolo protector de cuantos habitaban la ciudad, pero sobre todo en el baluarte desde el que permanecer en diálogo permanente con Dios.
Merece la pena detenerse un instante a pensar en qué habría sido de esta ciudad sin Villalán, porque no sobran personas que se enfrenten y persigan lo mejor para sus semejantes, cuando lo más cómodo es encogerse de hombros y dejarlo estar. Seguiríamos siendo almerienses, pero muy distintos a los que ahora somos, y sin la posibilidad de celebrar este Año Jubilar, gracias al empeño, hace 500 años, de ese franciscano que llegó a Almería y soñó con unirla a perpetuidad con Dios.
Los almerienses de entonces, y los de ahora, supieron, sabemos, agradecer a Fray Diego Fernández de Villalán su devoción por esta ciudad sobre la que irradió el humanismo universalista que impregnó la obra del Cardenal Cisneros en unos momentos en los que se definían los principios de los Estados modernos.
Han transcurrido cinco siglos, con sus idas y venidas. Tiempos de serenidad y de barbarie de cuyas secuelas aún se resienten sus piedras. Cinco siglos en los que la Iglesia Catedral de la Encarnación ha marcado la vida de generaciones y generaciones que han escrito sus propias biografías bajo la estética del gótico tardío y los nuevos aíres del renacimiento.
Somos afortunados por vivir este Año Jubilar en Almería, y aunque han sido muchos, a lo largo de la Historia, los que han dejado su impronta en este templo catedralicio, y algunos ahora los que dedican su vida a perpetuarla, no debemos olvidar al hombre que cuando fue enviado a Almería pudo pensar que era el peor de los lugares, pero que al conocer esta tierra no la abandonó jamás. Ese hombre, Fray Diego Fernández de Villalán, reposa en la Capilla de la girola de la Catedral, a los pies del Cristo de la Escucha que escuchó a los almerienses de entonces, y lo sigue haciendo con cuantos nos acercamos a él, permaneciendo a la espera paciente de quienes aún no han entrado a su capilla a escuchar su voz.
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