Sales del médico y te preguntas sorprendido cómo es que la doctora es tan joven. Poco después, te quejas en el supermercado al encargado, que te recuerda a tu sobrino el pequeño. Vas por la acera, apenas miras ya al frente, ni mucho menos al cielo, cuentas baldosas sin aburrirte y te sorprende que los demás peatones te sobrepasan a derecha e izquierda. Entonces te paras, te preguntas por qué casi todos son más jóvenes y te echas a reír. De golpe eres sabio y comprendes que esto es de lo que tus mayores te hablaban.
Como decía Chiquito, la vejez llega con los dolores y sin avisar. Es una sabiduría para la que no hace falta leer la biblioteca de Alejandría; solo nos basta con vivir, vivir años y experiencias. Nos hacemos sabios simplemente dejando de ser estúpidos. No éramos jóvenes, éramos engreídos arrogantes que creíamos que los ancianos tropiezan por descuido, no quieren ponerse al día con las últimas ‘app’ o andan corvos por despiste.
Ahora que eres sabio, estás frente al espejo y se te aparece tu abuelo con aquel peine nacarado que tanto cuidaba. De niño lo observabas como un ornitólogo desde el pasillo oscuro y él frente a aquel mueblecito de espejo con tres puertas de imán. Pasaba lentamente aquel objeto por su cabeza despejada y tú creías que era torpeza o cansancio. Te parecía absurda tanta ceremonia para cuatro pelos. Hoy sabes que era gusto por la vida, por cada cabello que mimaba entre los dientes de aquel amuleto marrón. Tu abuelo disfrutaba de cada movimiento como si tejiera con hilos de seda su primera sábana limpia y fresca del verano. Luego cogía el Floyd y se lo uncía por la cara para sentir el placer de seguir vivo. Somos todos estúpidos hasta que nos peinamos con lentitud frente a nuestro abuelo.
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