El naturalismo pictórico

El naturalismo pictórico

Andrés García Ibáñez
23:52 • 29 jun. 2012

Acaba de inaugurarse otra exposición de Sorolla, esta vez en Granada y con el jardín hispano musulmán bañado por la luz –que tanto fascinó al artista- como tema principal. El interés creciente por Sorolla se debe a la extraordinaria labor que un reducido grupo de historiadores españoles –hastiados por el dogmático discurso de una modernidad caduca- están haciendo por difundir y estudiar –desde posiciones renovadas y alejadas de los prejuicios que todavía perduran- la obra del valenciano como un pintor de su época, moderno y personalísimo, dentro de la corriente internacional de los naturalismos.


La historiografía del arte moderno y contemporáneo ha excluido sistemáticamente a todos los artistas que trabajaron en las periferias y no se sometieron al dictado teleológico del centro París-Nueva York, protagonista principal de este viaje sectario e interesado de las vanguardias. Si revisamos todas las historias del arte, la modernidad empieza con el Impresionismo, continua con el Postimpresionismo –como consecuencia lógica de aquel-, y se aboca al fin, desde la irrupción del fauvismo, a la concatenación de ismos –cubismo, expresionismo, futurismo, dadaísmo, surrealismo- de las llamadas “vanguardias históricas”. En todo el período de fines del XIX y comienzos del XX se olvida con frecuencia el Simbolismo y, casi siempre, el Naturalismo. 


El Naturalismo o, si se prefiere, el Realismo, surgió en la segunda mitad del XIX desde la rebeldía antiacadémica de pintores como Courbet, que reivindicaron un arte del sentimiento y la autenticidad para contar la realidad, desde la poética y emoción personales, con un lenguaje directo y naturalista, sin las convenciones o idealizaciones que imponía la academia. Y ya hacia el fin de siglo, florecieron una pléyade de pintores dotadísimos –Zorn, Sargent, Boldini, Serov, Repin, Sorolla- que, sin cohesionar un movimiento real, compartieron visiones y estéticas parecidas dentro del Realismo, muchas veces contaminadas con ciertas dosis de mundanismo y de influencias impresionistas, sobre todo en el uso del color. Son todos estos pintores los que sistemáticamente han sido silenciados en las historiografías modernas, como apestados, pese a haber sido los más aclamados de su época, en vida de todos ellos. La razón hay que buscarla en todo lo dicho hasta ahora y, sobre todo, en la etiqueta que la modernidad les colgó de retrógrados, metiéndolos en el mismo saco de todo el arte académico decimonónico. Y es curioso que, ante la escasez o nulidad de su presencia en las historias generales del arte, al igual que sucede con Sorolla, estos pintores están siendo revisados –en sus respectivos países- con monografías individuales, toda vez que no encuentran hueco por culpa del talibanismo ideológico de esta falsa modernidad, aún vigente.




Y la cosa llega hasta nuestros días con artistas realistas vivos, pues, si nos damos una vuelta por el Reina Sofía apenas es Antonio López el único representado en su colección, de entre todos los realistas españoles –que los hay muchos y muy buenos- que trabajan en poéticas personales y comprometidas.






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