IbeEn España siempre vamos detrás de un santo. Para rezarle o para apedrearle; para rogarle que llueva o para pedirle que deje de llover.
Cuenta la leyenda urbana almeriense que Juanico, un militante anarquista de escasas luces y sobrada bondad, fue visto, después de vitorear las virtudes de la CNT durante la República y la guerra civil, en un jueves santo de los primeros años cuarenta, portando muy compungido un Paso Cristo. Al contemplarlo, desde la acera alguien le dijo con ironía: - Válgame dios Juanico quien te ha visto y quién te ve- a lo que el improvisado costalero respondió con suficiencia:
-No te equivoques y no me toques los cojones, que igual que lo saco lo quemo.
Ahora hemos sustituido el santo por los funcionarios y son éstos el sujeto de tan contradictorios comportamientos. Los admirados hasta ayer por la garantía de permanencia en el puesto de trabajo, son hoy objeto de críticas más o menos disimuladas, y no son pocos los que les consideran culpables de todos los rayos y centellas de la crisis.
Pero en medio de la tormenta conviene distinguir el relámpago del trueno y, sobre todo, de huir de la dualidad errónea de reducir la gama de colores a solo los blancos y los negros y valorar las actitudes en buenas o en malas.
En la función pública, como en cualquier otra actividad, hay tipos que desarrollan con excelencia su labor y otros que no justifican ni el puesto que ocupan ni el salario que cobran y, por tanto, la confianza profesional en ellos depositada. Son servidores públicos que ni sirven para estar, ni están para servir, pero la existencia, real, de estos no debe dañar la capacitación contrastada de aquellos.
El reduccionismo al que todos somos proclives porque todo lo hace más fácil (cuanto antes llegue a una conclusión menos esfuerzo tengo que hacer para llegar a ella) provoca la identificación entre personal encargado de la burocracia administrativa y personal encargado de ejecutar servicios tan esenciales como la salud o la enseñanza. El paraguas del funcionariado es tan amplio que cada una de sus varillas responde a un servicio distinto y dentro de cada varilla están miles de personas en la que cada uno es cada uno y cada cual es cada cual.
Quien sostiene que sobran funcionarios quizá lleve razón si su criterio se aplica al canal estrictamente administrativo. O si se tiene en cuenta la cuota que cada partido ha metido a los largo de estos años en todas- en todas- las administraciones y de todos los partidos.
La multiplicidad de funciones compartidas entre las diferentes administraciones públicas- estatal, autonómica, provincial y local- ha generado un caudal burocrático difícilmente soportable, no sólo desde el punto de vista de coste económico, sino desde la pretensión de eficacia y eficiencia que demanda la sociedad. No puede haber cuatro administraciones con competencias en Salud, otras cuatro en Mujer, otras cuatro en Vivienda, otras cuatro en Educación, otras cuatro en Urbanismo…y así hasta el absurdo. Y no puede haberlas porque, cada una de ellas, lleva adosada un servicio de apoyo burocrático que dispara el coste y porque, además, cada una de esos servicios entra en demasiadas veces en competencia con el de las otras administraciones.
Si a esta situación se añade la digitalización progresiva de los servicios administrativos y la implantación de sistemas informáticos de última generación en el último rincón de la geografía es fácil llegar a la conclusión de que, determinadas áreas, pueden estar saturadas de personal.
He escrito determinadas áreas. No todas las áreas. Sólo desde la ignorancia, la mal
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