He de admitir que ando últimamente con la autoestima por los suelos. Por si no me bastaba cada mañana con la ración de realismo sucio que me brindan los espejos, el acostumbrado barrido radiofónico por las diferentes emisoras me sume en los abismos de la angustia existencial mientras me preparo para salir a la calle. Lo cierto es que hace unas semanas que uno escucha la radio o lee los periódicos y no es que se sienta idiota; es algo peor: se siente un completo ignorante. Pero mientras que la idiotez bien gestionada puede encerrar algún tipo de encanto, la ignorancia te empuja al vértigo del desasosiego. Y es que por si no tenía bastante con las intrincadas relaciones de las primas de riesgo y las suegras de la bancarrota, el anuncio del descubrimiento del bosón de Higgs me ha permitido descubrir que en la parcela de mis desconocimientos caben sin apreturas el parque de Yellowstone y el desierto de Atacama juntos. Uno oye y lee los comentarios y noticias que este importante hecho científico está provocando y, francamente, como si estuvieran escritas en sánscrito o cantadas por la tal Shakira: no me entero de nada. Y no me consuela la apelación socrática de decir, como el hombre que tomaba los combinados de cicuta agitados, pero no removidos, eso de que “sólo sé que no sé nada”. Admitir que no se sabe nada de algo no consuela en nada, sobre todo cuando ese algo acaba convirtiéndose en una presencia cotidiana en tu vida. Y por desgracia la actualidad está llena de referencias fuera del alcance de mis limitados conocimientos. Antes, con saberse los resultados de la jornada de fútbol y pasarse una tarde leyendo contraportadas en una librería de prestigio bastaba para mantener un nivel de conversación razonablemente ilustrada. Pero ahora, si no estás familiarizado con las agencias de calificación de riesgo o el origen de la masa de las partículas elementales quedas como un paqurrín de la vida. Así que no sé si poner otra vez la radio a ver si hay algo nuevo del señor Higgs, o tunear mi coche.
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