Hoy es un día marinero por excelencia. Los pueblos y ciudades de la costa española rinden culto religioso a la Virgen del Carmen, cuyo patronazgo de los marineros arrastra desde el siglo XVIII cuando el almirante Antonio Barceló Pont de la Terra impulsó la celebración sobre la marinería a su mando. Tradiciones marineras para esta jornada las hay en numerosos lugares asidos al mar. A mí el mar me trató como una madre henchida de cariño una mañana de verano, hace ya años, en las otrora paradisíacas playas de San Juan de los Terreros. Las olas me protegieron del levante que no quería abandonarme y me infundieron ánimos para volver a tierra. Los mismos ánimos que renacen siempre al dejarme abrazar, de nuevo, por el movimiento de las mareas cuando la vida me lleva a la contemplación del mar. Es aquí cuando naufraga el tiempo porque el oleaje de las mareas es una sinfonía de vida que activa las notas del pentagrama, un canto que sostiene el tono de la voz, un tono siempre nuevo que no se repite nunca en ningún oído porque cada beso de las olas es irrepetible. Las aguas llevan pacientemente al hombre un mensaje cifrado que le empuja a ir lejos. Es el mar que siempre nos trae una invitación como si fuera un requiebro, una señal de amor para que penetremos en su misterio, pero nunca una imposición, si bien es cierto que no todos los humanos prestamos atención a ese lenguaje silente. No comprenderé nunca como muchos mortales pasan ante las olas de nuestros mares con cierta indiferencia, con una mirada desinteresada, sin apenas curiosidad, con una actitud de espíritu empobrecido.
A las Almadrabillas
Mi querencia marinera nació en la contemplación infantil de un paraíso azulado, presuntamente inalcanzable, cuando desde la atalaya altiva y dominante de mi pueblo, en las Estancias, asomaban ávidos mis ojos cada mañana en el balcón trasero de la casa de mi tía María Joaquina para sentir en lontananza el horizonte azul y desconocido de un lugar soñado al que mis mayores llamaban mar y al que yo creía que nunca llegaría a conocer por su supuesta lejanía. Otro día el mar me llevó a las Almadrabillas a lomos de un barco de plástico verde que en escasas ocasiones se mantenía de pie, salvo en la bañera del hostal Colón, en la calle Real, en donde navegaba junto a un gemelo de color gris dotado con doble chimenea por donde se esfumó a velocidad del rayo la mejor infancia . En la entonces activa playa aneja al cargadero del Cable Inglés adiviné una tarde de agosto el inmenso poder atrayente del mar en la persona de una paisana que a punto estuvo de quedar adomercida como un leño muerto entre las olas. Unos cuantos años después sorprendieron las mismas olas una noche de amor tan inesperado como trágicamente fugaz. Después de muchos despueses el mar sigue invitando a amarle, a convivir con él, a sentir en el alma el sabor y el aroma del mar. Hoy puede ser un buen día de mar.
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