El objeto apareció repentinamente sobre las olas. Entre dos aguas, avanzaba lentamente hacia la rompiente de la playa, ante la mirada atónita de los que estaban en la orilla, embargados por la emoción de presenciar un hecho tan sobrenatural e insólito. “Milagro, milagro”, murmuraban postrados sobre la arena, unos, y pugnando por meterse en el mar, otros. El objeto en cuestión, procedente con toda probabilidad de un navío o bajel clandestino, no venía escoltado por peces de plata de clara concha, ni tampoco se revestía del manto de encajes que formaba la espuma. No les hablo de Torregarcía ni del advenimiento náutico de la Patrona, sino del insólito regalo que recibieron la otra tarde los bañistas del Zapillo en forma de fardos flotantes de hachís navegando plácidamente hacia las sombrillas, igual que en su día la imagen de la Virgen del Mar surcó las aguas almerienses con palio de estrella y nube. Lamentablemente para algunos de los que asistían a tan insólito desembarco, la llegada de los objetos no fue recibida por ese coro de fina brisa que el viento amansa, como cantan las corales en las liturgias señaladas, sino por las sirenas. Pero no me refiero a las náyades o ninfas de las aguas que encandilaron a Ulises, sino a la ululante presencia de las dotaciones policiales, que rápidamente acotaron la zona y echaron mano de los fardos para evitar que algún desaprensivo quisiera ver en esta arribada una oportunidad para entrar en la práctica del delito contra la salud pública. Y para que luego digan de la indolencia del almeriense: además de los fardos, los policías se tuvieron que llevar al cuartelillo a un paisano que ya había alijado catorce kilos de costo con la ayuda de sus hijos. “Niños, dejad la colchoneta y ayudadme con esto, que pesa”. Y es que, más que un verano azul, lo que este intrépido narcozapillero pretendía era pasarse el verano “morao perdío”.
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