Hay quien defiende la unidad política de España poniendo verdes a los españoles. Los catalanes, que lo son en tanto no se establezca lo contrario, reciben ataques, insultos y descalificaciones de esos extraños adalides de la unidad con el absurdo propósito de que se lo piensen mejor y no quieran separarse.
Pero, ¿quién, en su sano juicio, querría permanecer al lado de quien le execra? La multitudinaria manifestación independentista que coronó la Diada, un millón de personas en la calle, no ha desvelado tanto el extendido sentimiento nacionalista catalán, que se conoce de antiguo, como la torpeza infinita del sentimiento contrario, incapaz de articularse en un mensaje amigable, racional y conciliador. A un catalán medio le bastaría con oír lo que le dicen los defensores de la "unidad" para que le entren unas ganas tremendas, instintivas casi, de separarse. A uno le encantaría no solo que Catalunya siguiera formando parte de España, sino que ha soñado toda su vida con la pertenencia de todos los pueblos peninsulares, Portugal incluido naturalmente, a una sola nación presidida por los conceptos de Libertad, Igualdad y Fraternidad, tan indispensables en una verdadera democracia. Daría cualquier cosa porque así fuera, pero lo que no daría es un garrotazo a quien no sueña lo mismo, ni siente ni piensa igual.
Sin embargo, este matrimonio España-Catalunya, que solo podría funcionar cultivando el respeto mutuo, el amor y las afinidades, se le antoja a la caverna una cuestión de malas caras, de broncas y de palos. A la caverna española y a la caverna catalana. Será lo que haya de ser, y ojalá que con el menor sufrimiento para los que, en puridad, se llevan siempre los palos: los ciudadanos sedientos de paz, de prosperidad, de justicia, de reconocimiento, y, desde luego, de políticos menos agrestes, más responsables, más cultos, más benéficos, que Mas y Rajoy.
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