Si en las monarquías las naciones se heredan como si fueran fincas de recreo, y la cosa les parece a algunos tan normal, ¿qué inconveniente podría haber para que los cargos públicos se hereden también, sin el engorroso paso por las urnas? El Partido Popular, aunque no solo él, está bien abastecido de esos "algunos", que aprovechan la fragilidad de nuestra democracia, y el propio modelo de la institución monárquica que tanto contribuye a su debilidad, para pasarse los cargos de postín como los relojes de abuelos a padres, y de padres a hijos.
Mariano Rajoy fue designado candidato a las elecciones de 2004, a dedo, por Aznar. Es cierto que Rajoy tuvo que esperar un poco para recoger enteramente la herencia de su mentor, pero el método se ha ido perfeccionando para eludir esa contingencia, y Ana Botella e Ignacio González, actuales alcaldesa y presidente de Madrid, han podido heredar sus cargos tranquilamente, sin que para ocuparlos les haya tenido que votar absolutamente nadie.
Lo de Ana Botella, esposa de Aznar, cantó mucho, pues recibió la vara al poco de que la hubiera obtenido para sí Gallardón, pero lo de González también canta lo suyo. Tenemos, pues, a un presidente del Gobierno que no necesitó que le votara nadie para ser el candidato de su partido a la presidencia, a una corregidora de la capital de España que está ahí porque así lo quiso su antecesor en el cargo, y a un presidente de la Comunidad de Madrid colocado ahí por la recién dimitida Esperanza Aguirre, amiga suya de toda la vida. Es la democracia hereditaria. Un imposible, una "quimera", hecha realidad.
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