Con los primeros fríos del verano, acude a nosotros la sensación otoñal de la vuelta al cole. No es solo que hay que despedirse de los voraces incendios, los bebés robados y demás noticias truculentas que nos han ocupado durante tres meses, sino que entramos en otro paisaje típicamente septentrino, museo de los horrores educativos que nunca se acaban por culpa de las implícitas mudanzas ideológicas del partido que sube al poder. Veo al ministro Wert muy controvertido y abucheado por atrios de universidad y colegios casi siempre sin concertar.
En Valencia y Murcia los estudiantes invaden, entre gritos y otras revueltas, el salón donde se estaba inaugurando el curso académico. ¿Quién no recuerda los años setenta? Ahora son las tasas y otras angustias dinerarias, entonces era la caída del pensamiento único y la cosa orgánica. La crisis y los recortes han vuelto a liarla de nuevo por lo que hace a la educación. A ciertos dirigentes les parecía que estaban estudiando muchos españoles; despilfarro insoportable, a su juicio, en estos tiempos de ajuste de déficit. Había que aligerar la sociedad de parásitos, como entonces se decía, para dejarle los puestos a los de siempre. Y ya estamos otra vez con las familias sin dinero para los libros de texto, los profesores interinos que se van a la calle, en fin, para qué seguir, el caos estudiantil de todos los septiembres que viene a coincidir con el otoño y con la caída de la hoja.
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