La frontera de los derechos civiles es un territorio apasionante que, aunque bien cartografiado, siempre ofrece rincones para la emboscada jurisprudencial. Y si hablamos de manifestaciones supongo que es fácil ver que una cosa es manifestarse y otra liarla parda. Por lo tanto, y aunque nos adentremos en los terrenos fronterizos de la ley y los derechos ciudadanos, no creemos confusiones ni justifiquemos lo injustificable. Y del mismo modo que cualquier recorte de los derechos civiles debe merecer nuestra repulsa, no es menos cierto que ampararse en el derecho a la manifestación para hacer el cafre o socavar el Estado de Derecho (intentar ocupar el Parlamento no es precisamente una broma) también debe merecer el rechazo de todos. Especialmente de quienes insisten en la prevalencia del derecho a la manifestación sobre el de la cotidiana normalidad de quienes viven o trabajan en las inmediaciones de los lugares usados habitualmente como escenario para estas demostraciones.
En vista de que el gusto por la manifestación está últimamente desbocado (es ocioso recordar que en los últimos ocho meses ha habido más manifestaciones que en los últimos ocho años) convendría buscar puntos de acuerdo para conciliar los derechos de todos: de los que se manifiestan y de los que no lo hacen. El manifestódromo parece una buena solución: recintos especiales alejados del centro para expresarse libremente sobre la reforma laboral, el aborto, la independencia regional, la unidad de la patria o lo que sea. Pero ya verán como nadie quiere. ¿Entonces cuál es el objetivo? ¿Expresarse o incomodar?
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