No fueron demasiados años, pero suficientes como para no olvidarlos tan rápidamente como hubiera deseado. En la cárcel y hospital psiquiátrico de Urdina, el tiempo era pegajoso como una grasa que te ensuciaba la piel cada mañana nada más abrir los ojos, era la forma de comprender que lo que te gustaba hacer jamás podrías hacerlo en un sitio como aquel. El médico dijo que mi condena estaba cumplida y aunque no estaba curado, no tenían más remedio que darme la libertad. Sigue con la medicación o volverás a tus delirios, aconsejó el galeno, antes de estrechar su mano fría, como sin sangre, por primera vez en todo este tiempo.
-Si por mí fuera los cabrones como tú tendríais que pudrirse aquí dentro, muy pronto estarás de vuelta – Fue la despedida del guardia de la puerta cuando atravesé los barrotes y la grasa desapareció.
Estuve dando tumbos y descolocado varios días, no tenía donde ir, ni ningún lugar al que volver por cualquier motivo; pero una noche soñé que volvía a la cárcel, entraba en una celda y allí estaba el hombre que soñaba y el hombre que miraba al hombre que soñaba. Todos los hombres era yo y siempre la misma visión: un cielo azul limpio y una mole de hierros oxidados, parecía un puente sin acabar, que se adentraba hasta el mar.
Pasé la mañana en un ciber, buscando en internet aquel puente de hierros herrumbrosos que se levantaban sobre un mar tan azul como el cielo. Lo encontré, no era un puente sin terminar, se trataba de un cargadero de mineral sobre el que en su día habían circulado trenes con mineral de hierro y estaba en Almería. Vi unas cuantas fotografías y no tuve ninguna duda.
Antes del mediodía estaba en la Estación Sur, quedaban diez minutos para el siguiente autocar hasta Almería, compré el billete y fui corriendo hasta el andén donde tenía su salida, tiré mis medicinas en la primera papelera que encontré y guardé un valium para el viaje. Ya no las necesitaba, ella estaría allí esperándome, yo no la había matado como dijeron los jueces del Tribunal, sólo le había dado la vida eterna y si la habían enterrado, saldría de la tumba para encontrarme, pues su amor hacia mí era también eterno como su vida.
Entre los pilares y las plataformas de hormigón había un carrito metálico de esos que se utilizan para la compra en las grandes superficies, cargados de cosas inútiles y ropa muy vieja, pensé que Violeta Calfaro, utilizaría un disfraz de mendiga para pasar desapercibida y lo del carrito le daba el toque perfecto. Me senté en la arena de la playa a esperar, sabía que no tardaría en regresar, pero me quedé dormido un par de horas. Cuando desperté Violeta ya dormía envuelta entre todos los harapos que había sacado del carro, incluso roncaba. Fui hasta ella para acostarme a su lado y decirle que había vuelto, pero cuando quise besar su cuello, ella se revolvió y apretó una navaja contra mi pecho.
-¡Violeta Calfaro!¿Es que ya no reconoces a tu príncipe de las tinieblas?.
-Josefa Carmona y a mucha honra. Como te muevas te atravieso el corazón con la cariñosa. Dijo, mientras el brillo del puñal relucía entre su mano, tan roja como los pilares del viejo cargadero.
Sus ojos escondidos tras unos párpados arrugados no respondían, no se dejaban hipnotizar y parecía otra mujer distinta a la que yo había conocido, el tiempo la había cambiado.
-No sé que tendr
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