¿Quién vive? Dijo el arquitecto Trinidad Cuartera desde la puerta de la fragua. Mi bisabuela que siempre estaba por allí, ofreció una silla. El arquitecto vestía con elegancia y llevaba bajo el brazo unos planos enrollados y atados con unas cintas rojas. Él fue explicando su proyecto, traía todo dibujado hasta el último detalle; las rejas de las balconadas, la baranda de las escaleras y unas mariposas que rodearían el castillete que coronaría aquella casa, la más distinguida que hasta entonces conociera la ciudad.
Entre los dos pactaron los pormenores y estrecharon sus manos, el acuerdo estaba cerrado. La bisabuela Luisa señaló los planos que habían quedado desplegados sobre la mesa y puso su dedo índice sobre mi frente; “tienes que conocerlos como la palma de tu mano, mejor que eso, como una mujer a la que fueras a desposar”.
En menos de un año terminé la mitad del encargo, Trinidad Cuartara no ahorraba elogios a mi trabajo y auguraba un gran futuro a la fundición, como él llamaba la herrería.
Algunos días antes de empezar a forjar las mariposas, fui a recoger agua del pozo que tenemos en el patio. Una mariposa revoloteaba entre la salvia, la melisa y otras plantas medicinales que cultivaba la bisabuela. El insecto se posó en el caldero de cobre, su imagen deformada quedó reflejada en el metal y luego empezó a volar por encima de los muros del patio hasta desaparecer.
Estuve varios días dándole vueltas, las alas debían ser fuertes para que resistieran y la vez dar la sensación de frágiles y ligeras, el hierro no servía. Pensé en el cobre, era más ligero y maleable, podría tallar el nervio de las alas y curvarlas para que adquirieran volumen y no parecieran planas y muertas. Así que hice un molde, con escayola construí una mariposa blanca que serviría para verter el cobre líquido, que después remataría a cincel sobre el yunque. La bisabuela asistía perpleja de ver la oscura herrería flotando entre las nubes blancas del polvo de escayola. Tienes más argucias que el diablo, que el Señor nos proteja de tantas modernuras, como la que estoy viendo y que el fuego no se apague nunca, murmuraba la bisabuela.
Sobre el yunque, más como un escultor que como un herrero, fui rematando sus formas, dando a cada una su distinción, un rasgo propio casi imperceptible que pudiera diferenciarlas unas de otras.
El arquitecto quedó entusiasmado y propuso que yo mismo debería sujetarlas a la reja que circundaba el castillete que coronaba la casa. Tiempo atrás estuve tomando las medidas en la azotea y del vértigo enfermé una semana entera, no quería defraudarlo pero el miedo me atenazaba. La bisabuela Luisa, que conocía mi debilidad, preparó un remedio a base de jengibre, ortiga y otro ingrediente que no quiso revelar. Tómalo cuando tu cuerpo se quede colgado del vacío, dijo.
Nada más a empezar a subir las escaleras, el cuerpo me dio un vuelco, parecía como si estuviera muriéndome por dentro y nadie se diera cuenta, así que me bebía todo el brebaje y mis pies que antes eran anclas ya no soportaban ningún peso. A más de veinte metros de altura no temblaba, ni el estómago se revolvía con esas cosquillas que mareaban, hasta estaba envalentonado. Veía Almería por los cuatro costados, desde la sierra soplaba un viento fuerte y seco que sacudía la mariposa que llevaba entre mis manos, miré hacia abajo y unos carruajes metálicos pasaban veloces sin caballos que tirara de ellos, se paraban delante de unas farolas con luces rojas y verdes, la gente no vest&
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