Ver a Rodrigo Rato entrando en la Audiencia Nacional para ser interrogado en relación con los agujeros negros de Bankia es un hecho que invita a reflexionar acerca de lo efímero de la gloria. Rodrigo Rato fue un príncipe de la política. Incluso la gran esperanza de la derecha española moderna. Fueron muchos sus días de triunfo, primero como brillante parlamentario, más tarde como rutilante vicepresidente del Gobierno y por último como gran patrón de la Fondo Monetario Internacional. El mundo a sus pies.
Tras dejarle Aznar con la pregunta del millón en la boca -¿por qué optó por Rajoy?- cambió de vida y de país. La verdadera razón no está escrita en el libro del memorias del expresidente. Aunque alejado formalmente de la púrpura seguía teniendo un gran predicamento en el seno de su partido y buena imagen fuera de él. Su vida y su suerte empezó a cambiar al regreso de América. Visto con perspectiva se observa que cuando luchó por la presidencia de Bankia, cometió un error. El siguiente fue no denunciar la situación -su antecesor, Miguel Blesa, había dejado agujeros por todas partes-. Cuentan que hubo un momento que le perdió la soberbia de pensar que podía resucitar al muerto. Salir a Bolsa fue la temeridad que le ha llevado al banquillo. La cacerolada con la que fue recibido y despedido por unas decenas de afectados por la estafa de las preferentes, es el coro a la manera de las "tricotosas" que en París acompañaba a los condenados a la guillotina. Esta crisis provocada por los bancos es un drama que, como tal, reclama culpables. Me temo que la voluble Fortuna pueda estar señalando hacia quien no ha mucho fue un príncipe de la política nacional. "Sic transit".
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