La atrocidad lleva aparejada siempre un velo de espesura que impide acercarse a los entornos que la rodearon; una barrera que cierra la entrada a aquellos desfiladeros a los que no fue posible impedir tanta crueldad.
El asesinato de la niña de 16 meses cometido por un vecino de Fiñana, con la complicidad de un conocido, sólo ha dejado, con el paso de los días, la amarga sensación del espanto y el inevitable hedor de la atracción que provoca acercarse a qué pudo pasar por la mente (porque cerebro no tiene, eso seguro) de la bestia que cometió el crimen.
Pero el espanto no debe ocultar que, en todo el proceso, los mecanismos públicos encargados de la prevención y resolución de este tipo de actos delictivos tampoco han destacado por su eficacia. Las fuerzas de seguridad y los mecanismos judiciales no pueden sentirse satisfechos de su actuación en el caso. Han hecho lo que han podido, lo que han sabido y su esfuerzo, sin duda, ha sido extraordinario. Pero el resultado final no ha sido feliz.
Estas historias solo acaban bien en las películas; cuando el protagonista abandona la pantalla y se sienta en el patio de butacas el éxito tiene las mismas posibilidades que el fracaso. La secuencia de lo ocurrido entre Fiñana y Abrucena ha tenido el perfil negro del peor final.
No pongo en duda que el esfuerzo de los agentes que participaron en la operación fue, insisto, extraordinario. Pero el resultado final no fue el que correspondía a ese esfuerzo. Algo pudo haber fallado. Tardar siete días, siete, en localizar y detener al autor conocido de un secuestro, que no se ha movido del escenario en el que ocurrió el hecho y en un territorio tan conocido por el delincuente como por sus buscadores no es una operación sellada con el éxito.
Como tampoco puede calificarse de acertada la peripecia judicial en la que, hasta el momento de esta última detención, estaban inmersos el autor confeso de la muerte y su cómplice. Las órdenes de localización de aquél y la sentencia no ejecutada sobre éste ponen en evidencia, también, que algo ha fallado.
Podrá alegarse que, en la localización del asesino y en la no ejecución de la sentencia condenatoria a dos años de cárcel de su cómplice, se siguieron con escrupulosidad todos los procedimientos que establece la jurisprudencia. Será así (o no) en función de las posiciones de las partes que intervengan en el caso. De lo que no cabe duda es de que quien contaba en su historial con diecisiete antecedentes penales -por algunos de los cuales cumplió dos años de condena en El Acebuche-, y ha acabado asesinando a un bebé, paseaba con total libertad por las calles de su pueblo mientras pendía sobre él un requerimiento de localización.
La misma libertad con que actuaba su cómplice, un tipo condenado en firme a dos años y tres meses de cárcel por agresiones a una adolescente de 15 años.
El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía se apresuró el miércoles en aclarar que la no ejecución de este última sentencia se acomodaba al procedimiento (estaba pendiente de la resolución de un recurso interpuesto ante el tribunal Constitucional) y que, por tanto no había lugar a consideración sobre negligencia alguna. Seguro que es así.
Pero estas actuaciones y estas dilaciones no hacen sino acrecentar la convicción entre la ciudadanía de que algo falla, de que algo no se está haciendo bien; o, al menos, todo lo bien que sería de desear.
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