Será un perpetuo esclavo quien no sepa contentarse con poco” (Horacio), una doctrina anterior al capitalismo salvaje y a la crisis financiera que padecemos; anterior también por supuesto al famoso enriqueceos de los príncipes europeos en el primer arranque de la burguesía revolucionaria, y a años luz de la ética evangélica. No se me oculta que el sistema capitalista necesita del crecimiento como base real del bienestar de los pueblos, Occidente sería en este sentido su mejor comprobación. Pero desde que se separaron economía productiva y economía financiera las cosas caminan como el escarabajo de Kafka. Por aquí, desde un gobierno de derechas, se nos ha aconsejado austeridad y no vivir por encima de nuestras posibilidades, pero como el PIB apenas se mueve, las cargas de la crisis recaen sobre los ya austeros de por vida, es decir, la clase media baja. Y ese es el gran incordio de la sociedad española en este momento: ejecutivos de CAM se ponen sueldos que rondan los 300.000 euros, cuando no podían pasar de los 15.000; ver cómo no le pasa nada a los responsables de la quiebra de bancos y cajas, se van de rositas. De ahí que un 95% de españoles crea que los partidos protegen a los corruptos. Semejantes excesos por arriba y por abajo va acrecentando el cabreo de la sociedad, que va llenando la calle de pancartas contestatarias. Tal vez los recortes fueran hasta buenos si recayeran sobre los más responsables, pero con amnistías semiclandestinas a los defraudadores no vamos a ningún sitio. Ahora tenemos dos Españas, la que paga y la que defrauda, desde Urdangarin hacia abajo.
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