Dice el Partido Popular ser víctima de una conspiración, de una especie de contubernio judeo-masónico que pretende que pierda en la calle lo que ganó en las urnas. Como argumento defensivo deja, desde luego, mucho que desear, pero mucho más deja sepultada la verdad: lo que se gana en las urnas solo puede invertirse en beneficio de la calle (la sociedad), y la calle, además de sentir repugnancia por las fundamentadas sospechas de corrupción en el partido que gobierna, está llena de parados, desahuciados, excluidos, estafados, humillados y ofendidos por la política social y económica, de sumisión absoluta a los prestamistas internacionales que practica ese Gobierno. O dicho de otro modo: no se puede inferir un maltrato general y continuado a la gente sin que ésta acabe rebelándose contra el torcido uso de esa victoria electoral. El caso Bárcenas no es sino la gota que ha colmado el vaso.
Poco debe temer el PP al PSOE, pero mucho a la calle. Esa calle, que seguramente no castigó con la debida contundencia la corrupción en el pasado, cuando nadie pasaba hambre, hoy ya no tolera el espectáculo de las cuentas suizas y del trajín de sobres, así como a un presidente que rehuye las preguntas, ni a una ministra de Sanidad que se benefició de los caros regalos de una banda de delincuentes. En la calle no se soporta que un hijo se quede sin beca, sin comedor, o sin zapatos, porque unos tipos decidieran saquear impunemente y desde dentro las cajas de ahorros, o porque otros se engolfaran en el reparto de los bienes nacionales constituidos en botín. Caerá Ana Mato, pero no por la presión, sino porque Rajoy creerá que sacrificándola podrá ganar tiempo. Y puede que lo gane, pero a costa de que siga perdiendo, y no solo tiempo, la sociedad.
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