La incompetencia política es por sí sola una forma de corrupción. Y de las peores. El político incompetente, inútil y/o nefasto para el cargo que ocupa, a menudo no puede evitar, encima, machihembrar su incompetencia con otras formas de corrupción, pues el político que carece de formación, honestidad, ideología, integridad, criterio, cultura, empatía, talento y pericia, no es sino un títere en las manos de quienes buscan la posesión del poder. Y de la riqueza y de la impunidad que éste lleva aparejadas. En un país donde los políticos aprenden la profesión en los antros sectarios y oscuros de los partidos, la incompetencia es la norma, y lo contrario, la excepción. La destreza en cualquier oficio, y el de la política lo es, se aprende con su cultivo permanente, y a base de cotejar los resultados con los propósitos. Un país como España, tan rico, tan potente, tan diverso, tan antiguo, y con unos habitantes tan singulares, ingeniosos, trabajadores y resistentes, no se arruina así como así. La política, a base de no nutrirse de políticos benéficos y verdaderos, cuando no lo ha hecho directamente de bandidos y malhechores, la ha arruinado. Dejando a un lado los asuntos de corrupción pura y dura, sólo se necesita contemplar la acción del actual Gobierno para aterrarse con los estragos de la incompetencia, dejémoslo, en incompetencia: Montoro y sus amnistías a defraudadores y algo más, Gallardón y sus tasas prohibitivas para tantas víctimas, Wert y su cruzada misionera para redimir a los niños catalanes, Báñez con sus rogativas a la Virgen, Ana Mato con su pasado, De Guindos con sus planes de guindar a los estafados por las preferentes... Y Rajoy, la incompetencia, dejémoslo de momento en incompetencia, suma.
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