Se intuye el fin del bipartidismo, pero también se intuye el fin del Régimen que el bipartidismo vino a servir. Las restauraciones monárquicas es lo que tienen, que ayunas de verdadera adhesión popular, ligan su supervivencia al cambalache político del turnismo. Partido Popular y Partido Socialista Obrero Español, o como quiera llamarse éste si prospera la intención de cambiarle el nombre, ya no representan, salvo para un puñado de incondicionales, ni a la derecha ni a la izquierda, sino solo a ellos mismos, y lo mismo cabría decir de los partidos nacionalistas que han venido actuando de auxiliares y cooperadores necesarios para ese reparto del poder entre los dos grandes gendarmes de la voluntad de la nación. Sabido es que el origen de la actual Monarquía se sitúa en la noche de Franco, y no, siquiera, en esa cosa irracional de pasarse de padres a hijos el cetro y la corona, la Jefatura del Estado. Sabido es, también, que la mayoría de los españoles no sancionó la Constitución que la restauraba: ningún español menor de cincuenta y tantos años ha podido hacerlo. Sobre pilares tan débiles se pretendió edificar un futuro, pero el futuro ha resultado ser el único posible sobre esos cimientos de arena, el del divorcio casi total entre la población y quienes, desentendiéndose de ella, se han apoderado para su uso y disfrute del Estado, y últimamente, también, de los recursos, de la caja común y hasta de los ahorros de la gente. La corrupción, que tiñe de un feo marrón la faz del Estado, desde las alturas de la Casa Real hasta las bajuras de los más remotos chiringuitos del poder, no hace sino anticipar, en todo caso, el fin del Régimen. Para este viaje a la pobreza, al abandono de los débiles, a la exclusión, a la emigración de los mejores brazos y las mejores cabezas, a la represión, a la cleptocracia, al despotismo y a la mentira como norma, no se necesitan, ciertamente, sus alforjas.
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