Q uienes poseen animales como mascotas, o los han tenido alguna vez, seguro que han recibido la noticia publicada ayer por La Voz con cierto alivio, o al menos les ha causado una sensación de cierta tranquilidad. Me refiero a la información relativa al visto bueno dado por la Consejería de Agricultura, Pesca y Medio Ambiente para que se pueda acometer en Viator, concretamente en el Polígono Industrial “El Portichuelo”, el proyecto de instalación de un crematorio de alta capacidad para la incineración de animales de compañía. El proyecto contempla la posibilidad de recogida de los cadáveres o el traslado particular.
Hasta no hace muchos años, el destino final de los animales, de los que se ha servido el ser humano, cuando aquellos fallecían, era muy cierto: se enterraban en cualquier terreno propio o, simplemente, se dejaban en el campo a merced de los carroñeros. El desarrollo normativo y la regulación comunitaria ha ido, paulatinamente, imponiendo la prohibición de enterramientos particulares de animales o el abandono de los mismos.
A un servidor, que siente especial debilidad por los animales, noticias como la comentada, llega con cierto retraso, toda vez que el destino final de mis mascotas, perros sobre todo, que me han proporcionado numerosas satisfacciones, amén de una insustituible compañía, ha tenido que ser ingeniado, con todo el dolor de mi alma, por quien suscribe.
En un reciente viaje nocturno tuve la desagradable sorpresa de tropezarme en la carretera con una pequeña ardilla que agonizaba sobre el asfalto a causa de las heridas causadas por un atropello, posiblemente involuntario. Claudia, mi acompañante, intentó socorrer a la desafortunada víctima, pero nada pudo hacer, salvo envolverla en unas toallas de papel y acunarla bajo el techo de un enebro, a escasos metros de la cuneta. Triste y contrariada, la joven me contó durante el resto del viaje que cuando era muy pequeña encontró una mañana en su ventana a un pichón moribundo. Preguntó a su abuela la causa del grave estado de la pequeña ave, a lo que la ésta respondió que la madre de la paloma había dejado en el nido a sus cinco polluelos, a quienes les había conminado a que no abandonaran la morada por los peligros que les acechaban en el exterior. Uno de los pichones se sintió muy atraído por el entorno de fuera y sucumbió a la tentación. A poco de iniciar el vuelo, dado el poco desarrollo de sus alas, el polluelo impactó fuertemente con un saliente del marco externo de la ventana y quedó inconsciente. La niña contempló tristemente al pequeño animalito. ¡Abuela!, gritó de repente la pequeña, y rompió a llorar. Unas semanas después, Claudia encontró al pichón de la ventana en la consola del hall de su casa sobre un sarmiento, como si estuviera vivo. Aprendió, entonces, que los animales tienen destinos finales diferentes.
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