En la calma rural de las primeras horas de la tarde de un domingo con climatología incierta, quien puede y gusta disfruta de un merecido aperitivo o de un suculento almuerzo. Los titulares de los noticieros televisivos cuentan, entre otras muchas nuevas, que el porcentaje de obesos americanos se ha incrementado de forma alarmante y que la administración USA se ha visto obligada a restringir el consumo de bebidas refrescantes con exceso de azúcar, o que la falla más cara de las fiestas valencianas, con un coste de 240.000 euros, se ha alzado con el primer premio; una inversión que quedará reducida a cenizas dentro de poco más de cuarenta y ocho horas, tras el legitimo gozo de los asistentes a la quemá fallera. El zapping viaja a otro canal televisivo en el que la opulencia más inmoral se transmite en un programa dedicado a enseñar mansiones y villas de lujo en la Costa del Sol, a poco más de un par de horas de viaje desde esta tierra almeriense. Viviendas que, aunque emplean a cuatro o cinco personas en su asistencia, –tal vez lo más positivo de las mismas- ofrecen un verdadero espectáculo de derroche y despilfarro , fiel radiografía de la más deleznable condición avara del ser humano, cuando tan solo el mantenimiento de estos “paraísos” de barro asciende a veinte, treinta y cuarenta mil euros mensuales.
Esta “actualidad” se ve interrumpida por el anónimo timbrazo de la casa que habito. Una mujer de mediana estatura, vestida con un chándal negro, que usa media melena grisácea, saluda con corrección, al tiempo que abandona su mano diestra de un carrito de compra, la abre y la sitúa frente a mi al tiempo que pide lo que sea para comer. La inesperada visita viaja por el río de la memoria a las historias de pobres de los años del hambre, de la España de alpargata , o a las frecuentes imágenes de indigentes que tanto atrezzo ponen a las puertas de las iglesias, en las calles de las ciudades o en las lugares de mediana población, pero no en un remoto pueblo almeriense. Hago un ademán a la mujer para que acceda al zaguán. Una breve conversación traduce, supongo que como en numerosos casos similares, una dura realidad acuñada tras un largo peregrinaje por senderos de penalidades y de sufrimientos originados en la misma infancia y prolongados en la adolescencia y juventud, tras abandonar el internado en un centro para niños pobres. Con 48 años es madre de cuatro hijos a los que ha de sustentar y que cobija bajo el techo de la casa de una amiga, que fue quien la trajo a una localidad almanzoreña desde el Levante para trabajar en la recogida de lechugas. También ha estado empleada en el servicio doméstico. Con una mínima documentación personal, asegura que ahora no percibe ninguna ayuda y así lleva varios años. El hilo de la memoria se hace presente: “Han venido los pobres”, como me contaba mi madre que se decía cuando joven. El carrito prosigue su pedigüeño itinerario por las calles del pueblo. Algunas vecinas musitan: “Han venido los pobres”.
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