Hay muchas maneras de romper España, la de empobrecerla hasta lo irreversible o la de romper el principio de igualdad de oportunidades entre los españoles, pero una particularmente suicida es la de romperla por cualquiera de los muchos procedimientos que está empleando el Gobierno, y, encima, incomunicar los trozos que queden.
Tal cosa es lo que se pretende con el último golpe que se va a asestar a la desfalleciente red de ferrocarriles, consistente en la eliminación de centenares de trenes regionales, líneas y estaciones. Y no porque sean deficitarios, pues no hay ninguna razón civilizada para que con los servicios públicos básicos se gane dinero, sino porque a la plutocracia instalada en el poder le conviene más el negocio de la carretera y sus mil negocios adyacentes: transporte, peajes, autopistas, automóviles, gasolina, impuestos... Los trenes duran mucho, consumen poco y, salvo cuando se repone algún material, generan pocas comisiones, pero articulan el territorio y ayudan a vencer el aislamiento que impone nuestra difícil orografía. Esas son algunas de las razones de que se conspire constantemente contra el tren, pues no ha habido en los últimos 50 años un solo gobierno que no le haya dado el zarpazo correspondiente. Va para un siglo que en Estados Unidos, donde hoy se llora amargamente la pérdida de sus línea férreas, que se hizo esto. Allí, los fabricantes de automóviles compraron las compañías ferroviarias para dejarlas morir y eliminar su competencia. Hasta el derecho a circular, a viajar, a desplazarse, se ha quebrantado: sólo quedará un tren para ricos entre unas pocas grandes ciudades, por mucho que ese tren, el AVE, sea, ese sí, especialmente deficitario. El resto de la población, que se compre un coche y consuma en él, entre seguros, multas, reparaciones, peajes, combustible, aparcamientos e impuestos, lo poco que tiene.
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