Me lo contaron el último Domingo de Ramos, la festividad con la que el mundo cristiano celebra la entrada de Jesús en Jerusalén. Una fiesta que acoge múltiples manifestaciones al margen de la tradición cristiana que da la bienvenida a Jesús entre palmas y ramos de olivos, en la conmemoración de su llegada a la mítica ciudad judía.
Muchas costumbres y tradiciones de este festejo se mantienen vivas, aunque con diferentes matices a lo ancho y largo de nuestra geografía. De todas las modalidades me quedé con algunas que estimé más curiosas o llamativas, cuando no más profundas, dada la dimensión humana de las mismas. En la otra esquina de nuestra piel de toro, en los valles gallegos de Vedra y Ponte Vea pervive la antiquísima costumbre de que las jóvenes doncellas luzcan con orgullo el ramo de una palma verde, símbolo de pureza , con el que han sido obsequiadas por sus galantes pretendientes. En Elche, la cuna de la palmera, existía un viejo ritual. Si la palma era blanca lisa se colgaba en los balcones para anunciar que en esa casa moraba algún joven célibe, y si la palma era rizada comunicaba la existencia de muchacha en soltería.
En algunos rincones almerienses aún perviven ancestrales ritos, como recordaba años atrás en estas mismas páginas: En algunos pueblos las mañanas del domingo están plenas de sorpresas y regocijo, o de disgusto y contrariedad por parte de las jóvenes en edad de merecer, que recordarán con placer o melancolía el hallazgo en sus balcones de un ramo vegetal, de flores o plantas silvestres, señuelo de algún anónimo pretendiente. Pero el ramo se puede tornar en otras balconadas en el más insospechado, desagradable y hasta escatológico objeto, símbolo inequívoco de despecho y desinterés del tímido pretendiente. Cuentan las lugareñas romances y cortejos mediante el ramo que en muchas ocasiones tuvieron fatal desenlace, como el caso de una joven virtuosa que anduvo azarosa toda la madrugada de un domingo de Ramos de principios del siglo XX a la espera de hallar en el balcón el ramo de margaritas, su flor preferida, de su joven anhelado vecino, a quien deseaba en secreto desde la adolescencia y a quien acabó propinándole un macetazo que le fracturó el cráneo. Otra joven, sintiéndose ignorada por los mozos del pueblo, al no hallar flor alguna en las ventanas y balcones de la vivienda de sus progenitores, decidió que nunca jamás se atrevería galán alguno a expresar sus deseos hacia ella o a alguna de sus solteras hermanas mediante la costumbre del ramo. A tal fin hizo construir un muro de espejos alrededor de su casa en los que si algún ojo ajeno se fijaba quedaba aterrorizado por las monstruosas figuras que en ellos aparecían. Corriose como la pólvora la voz de tan extraños fenómenos que acaecían en la temida vivienda. Nunca más nadie osó colgar en ella ramo alguno. Desde entonces se la conoce en el pueblo y en su entorno como “la casa de los feos”.
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