Ir solo al baño

A José Luis Sampedro, que fue siempre mayor, el paso del tiempo le rejuvenecía. Cuando le conocí, hace cosa de 20 años, creo que ya se daba cuenta de que cada día era más joven, pero, por si la edad convencional se le echaba encima, tenía previsto el momento en que se vería obligado a dar por amortizada la juventud: cuando ya no pudiera ir solo al baño. 

El paso del tiempo, del mucho tiempo que vivió, fue haciendo a José Luis Sampedro cada vez más joven, y de la única manera que puede obrarse ese prodigio en un intelectual, refrescando sus ideas, pues el maestro conservó las mismas toda su vida y, ciertamente, necesitaba revigorizarlas de vez en cuando para conservarlas en perfecto estado de revista. Sus ideas, pese a sus complicados oficios de economista y de escritor, eran muy sencillas, y, por eso, muy sabias. Nacían de la mirada bondadosa que tendía alrededor, y de la consiguiente indignación por la bondad ultrajada. ¿Cómo no iba a terminar siendo el abuelo de los indignados del 15-M si era el más joven, el más entusiasta, el más puro, de todos ellos? Se fue radicalizando con el tiempo, y como tuvo tanto, casi un siglo, llegó a la raíz de las cosas y a la convicción absoluta de que lo único necesario sería la revolución que les devolviera su recto sentido. José Luis Sampedro fue un hombre decente, y esa es la razón por la que devino en revolucionario. Un hombre honrado, decía el cínico Cánovas, solo podía abrazar la revolución. Pero tenía que añadir una maldad: "Y eso porque no sabe lo que es". Pero Sampedro fue un hombre honrado y sí sabía lo que era la revolución: la devolución del aire al pájaro, del juego al niño, de la alegría al triste, del vestido al desnudo, de la dignidad a los despojados de ella. Y así, pensando lo mismo, pero cada vez más joven, llegó al instante postrero con un Campari en la mano, instantes después de haber ido solo al baño.