Isabel Pantoja se zafó el martes de dos marrones que la perseguían: ir a la cárcel y que se siguiera exhibiendo en el Museo de Cera, de Madrid, el espantajo que supuestamente la reproducía. Siendo la cárcel algo tan espantoso y tan duro, no se sabe en este caso qué era peor. La sentencia que la condenó un poco por sus rapiñas blanqueadoras cabe los malhechores que destruyeron y saquearon Marbella en el epílogo siniestro de la era Gil, puede calificarse de muchas maneras, pero su figura de cera en el museo de los horrores sólo puede calificarse de una, escarnio. O de dos: escarnio y afrenta pública.
Mientras la extraña tonadillera era vilipendiada a su salida del Tribunal malagueño por una turba que mejor emplearía sus ocios en escrachear a banqueros y políticos corruptos, los operarios del llamémosle museo de la plaza de Colón retiraban el horrendo adefesio de su retrato de cera que llevaba allí desde 1985. Si toda figura de cera tiene algo de monstruoso, de cosa disecada o momificada, el de la Pantoja, ubicado disparatadamente tras un burladero, infundía pavor hasta a los muñecos aledaños, que, por cierto, eran dos, un supuesto Paquirri clavadito a Bono de joven, y una Liz Taylor que nunca nadie acertó a explicarse qué hacía allí. Odia el delito y compadece al delincuente. A Isabel Pantoja nunca se le aplicó, por alguna razón, la máxima de Concepción Arenal. El delito por el que se le ha condenado un poco, acaso demasiado poco, el de blanqueo, no parece que inspire en ciertos sectores tanta aversión y tanto reproche como su propia persona. Diríase que la chusma que la vejó el otro día, y que la acosó hasta provocarle el desmayo, veía en ella la representación, como cabeza de turco, de todos los chorizos que han arruinado la nación, pero eso sólo puede entenderse desde la constatación de esa ojeriza generalizada, rara en todo caso hacia alguien que triunfó de cara al público.
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