Dicen que la primavera despierta las pasiones del corazón, ese órgano tan esencial para la vida como sensible para el amor, aunque ya se sabe que sus cuestiones se rigen un poco más arriba de la anatomía humana, pese a que históricamente Cupido siempre se ha albergado, al menos simbólicamente, en el interior de la caja torácica. De estas y otras cuitas departía un servidor en la mañana sabatina almeriense con una heladera afincada en la ciudad, aunque proveniente, años ha, de la provincia de Ciudad Real, en donde conoció a su actual compañero, viajante en los años de posguerra. Enfrascados en la animada charla derivamos el palabrerio por los inescrutables vericuetos de las relaciones amorosas, a colación de la apacible templanza y de la bonanza estacional para dejarse llevar por sorprendentes rutas amatorias.
Adelaida, que es mujer de memoria, no tardó en ponernos en situación ante el trasiego permanente de parejas acarameladas. ¡A estos los hubiera querido ver yo en mis tiempos y en mi pueblo!, exclamó la mujer con cierto ademán de nostalgia. De inmediato solicité una aclaración al comentario, más que nada por conocer qué ocurría y donde con estas manifestaciones de los sentimientos.
La heladera no se hizo de rogar: “En mi pueblo, la Solana, es donde más caro ha costado el amor”. Como quiera que no entendí tal aseveración, rogué a mi interlocutora que se explicara. La aclaración llegó de continuo. Según Adelaida, desde tiempos inmemoriales en su localidad existía una ancestral costumbre cuando algún mozo `pretendía entablar relaciones con alguna muchacha. Ante todo debía “esperarse” para que transcurriera el tiempo de “espera”, que oscilaba entre los dos y ocho años. Durante este periodo de tiempo, pretendiente y pretendida no podían ni tan siquiera hablarse, por lo que si el azar les encontraba a lo más que llegaban era a cruzarse las miradas y ahogar sus deseos en una tímida sonrisa. Concluida esta etapa, si ambos aspirantes a novios continuaban “esperando” y querían comenzar una relación, el pretendiente debía entregar a la futura novia una cantidad de dinero en efectivo, cuya cuantía dependía de la disponibilidad económica del novio y de las exigencias de la futura novia.
Las entregas deberían renovarse con carácter anual y, a ser posible con algo de aumento. La tradición, no por materialista y discriminatoria,se mantuvo durante muchísimos años, dando lugar a paradójicas situaciones no exentas de cierto humor y sarcasmo. Tal es el caso que le ocurrió al hermano menor de la heladera, quien al cabo de tres años de relaciones sintió el amor en otra joven diferente a su novia, por lo que perdió todo el capital que le había entregado a ella. Años después, la vecindad reclamó la abolición de tan genuina costumbre, pero nadie ha podido restar al pueblo el sambenito del impuesto sobre el amor.
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