Un pueblo que no es capaz de ponerse de acuerdo sobre las bases de su propia convivencia y necesita cada cierto tiempo una ley de educación es un pueblo pobre, duro de mollera y en el fondo bastante tarado para el diálogo. Un pueblo que arrastra todavía los jugos gástricos y los prejuicios de la guerra civil, que todavía ensalza a Manuel y maldice a Antonio Machado por no poder saltar las vallas de sus respectivas ideologías al margen de los verdaderos valores, es un caso único en Europa. Un pueblo que intenta acabar con el fracaso escolar y no consulta a los profesores ni le preocupa en el fondo la calidad de la enseñanza pública toda vez que ha escogido de antemano la concertada, es una mala noticia para el resto de españoles que buscan en su país la igualdad de oportunidades. Un pueblo necesitado de la religión libre como elemento de evaluación para la nota media del alumno es querer sacar las cosas de quicio y sembrar el elitismo y la división. A pesar de las advertencias del Consejo de Estado, este Gobierno se ha cargado la ley de la Ciudadanía para la Educación, que era algo así como un mínimo imprescindible para el consenso entre diversos pareceres, familias y castas. Yo no digo que el programa del PP sea parigual al del PSOE pero algo de entendimiento debe haber, porque de lo contrario el baile de leyes, hoy las pongo, mañana las quito, puede prolongarse hasta el día del juicio. He aquí la ceremonia de la confusión que cada día sale a la calle como un tsunami mientras Cospedal se reafirma en que el apoyo al Gobierno es innegociable. ¿A qué viene ahora este retorno al pasado? ¿Y si esta vuelta al espejo retrovisor no fuera una exigencia de la sociedad española sino una concesión más a los poderes fácticos que ganaron la guerra civil?
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