Todo lo que llevamos de primavera ha estado viniendo un pájaro mañanero al árbol que se alza al otro lado del patio. Me he acostumbrado a él, si digo otra cosa miento. Apenas la luz del alba rompe la oscuridad de la noche en los barrotes de mi ventana, oigo su primer gorjeo que llega exacto como un reloj. Vaya, no falla, me digo, hora de levantarse. Estos últimos días de lluvia, viento y frío, el pájaro del alba no vino. Y me pregunté qué podría haber pasado. En la radio, los noticiarios hablaban de una insólita lluvia de aves agonizantes en las inmediaciones de Granada sin que los ornitólogos profesionales dieran con la causa.
Cuado ya creía que mi pájaro despertador habría sido víctima de algún insecticida o tal vez de la escopeta de algún malvado, aparece de nuevo en el árbol cantando y llamando a su hembra. Viva el mundo, la vida sigue, entra el sol en mi habitación. Tras asearme, vestirme e ingerir el consabido descafeinado de todos los días, salgo a comprar el periódico y aquí entro en otro planeta donde los pájaros nunca mueren. Entre mi kioskero y yo existe cierta complicidad por el lado metafórico del dinero. Pájaros aquí significan grandes defraudadores, compradores de bancos, peregrinos de los paraísos fiscales, políticos que se enriquecen mientras no cesan de predicar a favor de las clases medias, los que piden bajar los impuestos sin tener en cuenta los 6, 2 millones de parados, en suma, los que cantan en un sitio y ponen los huevos en otro. Esos son los diablillos del bosque. Me pregunto cuándo esta gente dirá que no le gusta el dinero; cuándo hará algo por un mundo mejor, por un cielo más limpio, sin echarle culpa al otro. La culpa está en el de enfrente. Para mí son el cementerio de los muertos vivientes, les importa un rábano el porvenir. Cadáveres .
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