Todos ustedes recuerdan que cuando Charlton Heston bajó de hacer senderismo legal por el monte Sinaí se encontró al personal haciendo reverencias a un becerro de oro, lo cual no sólo dio pie a una de las escenas más memorables de “Los Diez Mandamientos” (Cecil B. DeMille, 1956), sino que también ha supuesto una excelente percha argumental para veinte siglos de advertencias teológicas sobre dioses falsos y idolatrías innecesarias. Lo que vengo a decir es que, a poco que se fijen, encontrarán perfiles muy parecidos entre la actitud de los hebreos acampados y la de los seguidores del fútbol convertido en religión de masas. Leer ahora todas las informaciones sobre los millonarios movimientos de los clubes comprando y vendiendo jugadores debería mover algún tipo de reflexión sosegada acerca de la incongruente amnistía social (e incluso fiscal, lo que es aún más grave) a todo un sector que basa sus señas de identidad en el exceso y la opacidad. Al lado de lo que podría pasar si salieran a la luz las cuentas de las entidades deportivas españolas, el pinchazo del ladrillo iba a parecer una fiesta. No parece normal que mientras todo se recorta o se disminuye, veamos a presidentes y representantes hablando con naturalidad de las decenas de millones de euros que cuesta hacer cambiar de camiseta a un zangolotino para subirlo al pedestal. Pero aquí nadie tiene el coraje de exigir a los equipos los mismos controles que se aplican a cualquier empresa. Y por mucho que la prensa forofil nos quiera hacer pasar esta burbuja como un asunto ingrávido y gentil, el día que la cosa pinche, se van a abrir las aguas.
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