El mal existe, y es vulgar. Ahí está, miserabilizando con su presencia y su voz horrísona las ondas, y las pantallas, y los periódicos, ese José Bretón en el que nadie repararía si no hubiera asesinado presuntamente a sus hijos y, de otra manera, a la madre de ellos.
Esta, la infortunada Ruth, no describe al reo ante el Tribunal como un monstruo, sino como un tipo corriente, bien que en su modalidad chunga.
Pero las calles, y las casas, y las familias, están llenas de gente así. Maniático, impaciente, dominador, egoísta, frío, acomplejado, cruel, cobarde, ordinario, inculto, procaz, desconfiado, rencoroso, inseguro... ¿Cuántos hay así? No todos, ciertamente, matan a sus hijos, sino sólo aquellos que suman a su extrema vulgaridad el ingrediente de la psicopatía, ese tósigo de la mente que abole la empatía, el sentimiento, la compasión, pero con el que, al parecer, se puede rular por el mundo y hasta escalar, aunque no es el caso de Bretón, altas cotas sociales. El mal existe, pero es vulgar. Bretón, un ínfimo, vulgar entre los vulgares, no ha podido extender el daño fuera del radio familiar, que no es poco para sus víctimas, pero los hay que, tan torcidos como él, sí pueden, y lo extienden.
Las secreciones del mal se filtran cada día en la vida ordinaria, y algunas de ellas hasta horrorizan a la CEOE. La cúpula de los empresarios ha desautorizado, por considerarlas hirientes, las declaraciones de ese miembro de ella que atiende al nombre de José de la Cavada y que se ocupa, nada menos que como director de las relaciones laborales.
Según este ciudadano, cuatro días de permiso, los que la ley otorga, son demasiados para los trabajadores a los que se les muere el padre, o la madre, o un hijo, o un hermano, o el marido, o la esposa, y deben enterrarlos y despedirse de ellos. Y lo ilustra diciendo que hoy se va en AVE, no en diligencia, y luego, ante el escándalo y la reprobación de sus pares, se disculpa sumariamente por si lastimó alguna sensibilidad. El mal existe, y es vulgar.
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