En 1917 publicó Juan Ramón Jiménez una de sus más señeras obras, “Platero y yo”, de obligada lectura para muchas generaciones de estudiantes que han aprendido del valor de la amistad entre el hombre y los animales, en concreto entre el ser humano y un burro, Platero.
Unos años después de esta publicación, mediada la década de los veinte, nació en el seno de una familia de campesinos de la localidad de Oria un niño que hoy cuenta ochenta y ocho años. Su nombre es Miguel Pérez Molina, más conocido como “Miguel Mailana”.
La Sierra de las Estancias, las fértiles huertas que duermen en el bies de las casas y las viejas acequias por las que corre el agua a través de los históricos trazados árabes han constituido el paisaje vital de este octogenario. Curtido en las duras tareas del campo, Miguel siempre ha dispuesto de caballerías.
Desde que la memoria de quien suscribe vive, la postal cotidiana de este paisano a lomos de una jumenta se reproduce todos los días del año en repetitivos trayectos que unen el domicilio del jinete con su huerta, al pie de los molinos que aún se mantienen en los arrabales del pueblo.
Estampa aprovechada por el turismo para inmortalizarse con Miguel y su burra, que no tiene nombre. Chocolatada de pelaje, dócil y tierna, la borrica aletea las orejas para ayudarse a superar sus cansinos y dolientes pasos. Quiere, pero no puede.
Las casi cinco décadas de vida –una excepción entre sus congéneres- le pesan. El jinete precisa un relevo en su caballería, ya que no es hombre de transporte motorizado. La escasez de borricas y la práctica inexistencia de mercados dificultan su pretensión.
Pero Miguel persiste en su empeño: Se busca burra.
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