Alfredo Pérez Rubalcaba haría un buen Sagasta, pero la historia se lo veda: ya hubo uno, le falta un Cánovas y España no está hoy para ninguno de los dos.
Si Rubalcaba tuviera un Cánovas, es decir, un interlocutor de su altura política, o intelectual, o maniobrera, en la derecha, podrían ambos fundirse en el mismo personaje, el de cancerbero del Régimen.
Ahora tú, ahora yo, de suerte que el turismo, esa modalidad del trilerismo de Estado, podría seguir tirando, como antaño, algún tiempo. Pero no tiene un Cánovas, sino, enfrente, un Rajoy ayuno de toda noción de estado y de gobierno. Un suicida, políticamente hablando.
Pero dejando a un lado que un suicida no es lo más indicado para contribuir a que sobreviva nada, lo cierto es que Rubalcaba rema contra el tiempo y desfallece ya en su interior, en el de su partido, en su tarea imposible de encontrar el antagonista decimonónico que lo completara.
Pero a lo que iba, que con las prisas, al químico no se le ha ocurrido otra cosa que engañarse respecto a Rajoy y coaligarse con él en la quimera que representa la supervivencia del bipartidismo, y la gente del PSOE, que ve venir el desastre, ha empezado a pasar abiertamente de su Sagasta demediado, empezando por Griñán.
La situación de España, y principalmente de los españoles, es tan mala, que la ciudadanía ya no quiere saber nada de quienes la han conducido a semejante estado. Ni de la Monarquía, ni de las instituciones, ni de los partidos. La gente, no sólo la de izquierda, siente más necesidad de castigar a los responsables (de ahí la mayoritaria satisfacción cuando algún pez gordo pisa la cárcel) que de renovarles su confianza, que ni la tienen ni desearían que fuera traicionada otra vez. Por eso Rubalcaba, que está fuera del tiempo porque es Sagasta sin serlo, y sin Cánovas, se ha ido con Rajoy, pues en el fondo uno y otro se malician que su función, la de gendarmes de las aspiraciones democráticas, está amortizada.
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