A veces los micrófonos, esos pequeños instrumentos electrónicos que amplían sin límite de decibelios nuestras palabras, comentarios y susurros, quedan abiertos cuando deberían estar cerrados. Sucede entonces que la inconveniencia, el desahogo, el insulto o la incorrección se transforman en “meteduras de pata” que tanta repercusión tienen después y que tan compleja solución ofrecen. Ahí han quedado para el anecdotario parlamentario o la relación de deslices nacionales el “coñazo” con el que Aznar obsequió en 2002 al Parlamento Europeo, o el mismo que suponía para Rajoy el desfile de la Fiesta Nacional; o las “dos tardes” que según Jordi Sevilla necesitaba Zapatero para aprender enconomía básica. No desmerecieron tampoco los aciertos de Bono (...y los del partido propio que son unos hijos de puta) y su piropo de gilipollas referido a Tony Blair; o el “manda huevos” de Federico Trillo desde su puesto de presidente del Congreso. No obstante, siempre hay quien supere esta casuística de indiscreción. Tal es el caso acaecido no ha muchos años en una digna iglesia parroquial de nuestra provincia, cuyo titular apostó por las cómodas ventajas de los micrófonos inalámbricos. Tan es así que nada más revestirse para el oficio, el tonsurado se colgaba su “petaca” en el cinturón y asía el micrófono inalámbrico a sus vestiduras. Despreocupado de su conexión con los altavoces del templo, el clérigo, desgraciadamente ya extinto, proseguía sus actividades preliminares al oficio, entre las que no faltaba algún que otro comentario acerca de la feligresía, que, inevitablemente, llegaba a la misma mientras aguardaba en la iglesia. Antes de comenzar el acto litúrgico el bueno del prelado visitó el baño anexo a la sacristía para aliviar su vejiga. La micción fue transmitida a toda la parroquia mediante el micrófono inalámbrico, entre los sonrojos de unos y la chanza de otros. Cuando me contaron el caso lo supe: todos los micrófonos son indiscretos.
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