Con la cantidad de empresas del ramo que se han visto obligadas a cerrar, y con la cantidad de buenos trabajadores que hay en el paro, le han tenido que dar las obras de reforma del Congreso a unos maulas, a menos que por cinco millones de euros, que es lo que han costado, no se pueda garantizar que con las primeras lluvias no se inunde el edificio.
La imagen de los techos del hemiciclo, de las tribunas particularmente, chorreando agua, e impidiendo el inicio de la sesión de control al Gobierno, simboliza y señala las descomunales goteras que deterioran el tinglado de un sistema que hace aguas.
Estos cinco millones para fabricar unas goteras que no existían antes de la "reforma" pueden añadirse a los otros muchos que ha costado la broma de mendigar para Madrid durante años los Juegos Olímpicos, y que no han servido, a la postre, sino para que el mundo se mofe de la incultura de una alcaldesa no elegida en las urnas para el cargo, y para comernos el marrón de unos equipamientos e infraestructuras a medio hacer que no sirven, por ello mismo, para maldita la cosa.
El dinero de la gente se ha tirado y se sigue tirando alegremente, menos el que se apalancan los listos, los comisionistas, los sicofantes de las cajas nacionalizadas, que ese no se tira, sino que se robó y se roba con la misma alegría. Había dinero para tirarlo en pos de una cuchipanda deportiva que, desde el minuto uno, se sospechaba que nunca nos habrían de dar, pero no, por lo visto, para que las vidas de los viajeros no peligraran en la cerrada curva de A Grandeira.
Pocos cuartos se emplearon en dotar a ese peligroso tramo de las medidas de seguridad que las protegieran en el caso de un despiste, una negligencia o un desvanecimiento.
Así parece considerarlo el juez que se ocupa del caso al imputar a la cúpula de Adif en la tragedia del Alvia que se cobró la vida de 79 personas. Qué malo es el dinero en malas manos. Qué poco cunde, cómo desaparece.
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